divendres, 12 de març del 2021

Cartas a un preguntón: Carta undécima

por Enrique Sarradell Pascual, 1948

CARTA UNDÉCIMA 

Ahincando mojones, nos comprenderemos. - Preguntas sutiles pero con miga. - Si te empeñas, diré lo que siento; que no siempre es prudente, la verdad. - Casi agotado, aún resisto ¡Gracias a Dios! 

Muy apreciado amigo: 

Celebro sinceramente que mi última carta haya contribuido aclararte lo que tu llamas «puntos suspensivos». Recuerda siempre que entre masticar y digerir, hay una gran diferencia. La misma que existe entre leer y comprender. Lo primero es fácil, lo segundo ya es más difícil. 

No es inverosímil que a veces, masticando, apreciemos el gusto del bocado en el paladar, pero ignoramos sus efectos cuando vaya a parar al estómago. Leer bien, pero comprender, ¡cuánto fallamos a pesar de buenos propósitos! 

En tu contestación me pides, como final de nuestro intercambio epistolar, que te dé mi opinión sobre el comunismo y te explique el por qué me inclino por la forma institucional monárquica. 

He de confesar que estaba a punto de contestarte que la actual polémica mundial sobre el comunismo, y el discurso del Presidente de las Cortes españolas al presentar el proyecto de Ley Sucesoria en la Jefatura del Estado, son textos sabios y aleccionadores para formarse un criterio ecuánime de ambas cuestiones. 

Pero como no te darías por vencido, voy a complacerte a la medida de mis escasas luces, como hombre de la calle que soy. ¿Un descorbatado? ¡Me es igual! 

Mis cartas, en relación con los problemas trascendentes que con habilidad has planteado con tus sugerencias y preguntas, adolecen de un complejo tal de inferioridad, respecto los temas a que aludo que, de no tratarse de una simple, aunque larga conversación epistolar, si no he renunciado ya al iniciarlas, por debida cortesía, no debo ahora, iniciada la marcha, por prestigio personal, parar hasta llegar a la meta, como un marathon atlético de una ideología arraigada. 

¿Qué opino del comunismo? 

¡Como un español católico! El comunismo es, a la sociedad, semejante un foco de infección, por lo que, toda profilaxis es poca. Pero, no contentarse con la profilaxis. ¡Aplicar remedios racionales! 

Si los postulados comunistas en su programa, no en sus hechos; en su doctrina social, no en su expansión política, tienen aspectos justos, sépase que antes de Marx, Bakunin, Engels, Lenin, Trotsky y Stalin, esos aspectos estaban vinculados al conjunto de la doctrina cristiana de veinte siglos de predicación, después del sermón de la Montaña por el propio Jesucristo. 

Al comunista militante, aherrojado por una disciplina absorvente de todo el potencial humano de libertad y belleza, incluso del espíritu, que se debate en eterna tortura, lo concibo como un alma en vela permanente agitada por sueños poderosamente maléficos. 

Que la dialéctica propagandista del comunismo dice, que la doctrina cristiana no se practica lealmente en los pueblos hambrientos de pan y de justicia social... 

Que contesten sinceramente los partidarios del comunismo, exentos de pasión, si en Rusia y en las naciones satélites del comunismo, su doctrina social se aplica lealmente, si las masas obreras están manumitidas y la justicia social es norma consuetudinaria en la vida normal del pueblo productor. 

En cuanto a la doctrina política y económica, he de llevar mi intransigencia a no admitir, ni beligerancia con el comunismo. Mi doctrina es más justa, más humana, inmensamente más justiciera. 

Convengo en absoluto con el Caudillo Franco al decir, en el Palacio de El Pardo, el 29 de Marzo último, a cinco mil jóvenes de provincias liberadas, hace nueve años del yugo soviético: «Por no comprender nuestros heroicos sacrificios, doce naciones de Europa se debaten bajo el terrible yugo comunista». «Nos cabe la satisfacción de vivir con ese Mundo, más de diez años adelantados» y al referirse con nostalgia —no al oro y el ahorro de los españoles robados a España por los altos responsables, huidos al extranjero— sino a los niños que nos arrancaron para educarlos soviéticamente, dijo acertadamente: «Hoy son los niños de otros pueblos y aldeas caídos bajo el yugo ruso, los que se llevan a las estepas de la Rusia soviética, en vez de educar almas para Dios, se forjan y degeneran hombres para el mal». 

Esta es exactamente mi opinión sobre el comunismo. Por auténtica coincidencia doctrinal. 

Hay flores —mi buen amigo— que subyugan la vista y el olfato pero que envenenan con su perfume. 

Pero con el hombre de la calle, con esa sufrida clase media, como complemento, te diré más. 

¿Sabes la diferencia que existe entre los que combaten el comunismo y los comunistas? 

Pues atiende; el comunista es un doctrinario inflexible, desconoce la libertad espiritual y no concibe que el pensamiento humano pueda volar fuera de las doctrinas de Marx, Lenin y Stalin. Considera el vivir infrahumano del sovietismo como una privilegiada superación sobre la «detestable vida» del llamado, por ellos, mundo capitalista. 

En el actual campo denominado «occidental» opuesto, a la postre, al comunismo, priva una frase que aperentemente sirve de aglutinante; «la defensa de la civilización cristiana». Aquí, mi amigo, falla, según mi pobre concepto y alcance de la realidad y comprensión de las cosas, el auténtico sentido espiritual y bello de la vida. 

Ahora eres tú quien debes contestar, amigo entrañable. 

¿Qué clase de cristianismo, qué concepto del cristianismo, nos sirve a Occidente de bandera de combate contra el comunismo anticristiano? 

¿Me comprendes? Si de momento eres obtuso, ¡reflexiona! 

El comunismo es una unidad política, una filosofía primaria, un solo concepto doctrinario. Es una unidad, frente un complejo de intereses, interpretaciones, necesidades y apreciaciones dispares frente el peligro. 

No hago apologías, discrimino antecedentes y sólo lamento que la interpretación anticomunista no tenga, en el momento crucial del mundo un digno parangón del gesto español del 18 de Julio de 1936, que culminó con la derrota comunista del 1.° de Abril de 1939. 

Concluyo, cerrando este tema que no tiene soluciones prácticas en la dialéctica por apasionada y veraz que sea, con esta frase premiada en un periódico parisién, con cien francos. ¡Ya ves si resulta barato enjuiciar al comunismo! 

«El comunismo es la resultante de tres fuerzas negativas; cuerpo sin trabajo, corazón sin principios y alma sin Dios». 

* * *

¿Por qué inclino mis preferencias de convivencia social, humana y sentimental y por acomodo espiritual, a la institución monárquica tradicional? 

Si quisiera terminar, ya contestaría. Porque he leído con unción cristiana y española el tratado de buen gobierno de Santo Tomás de Aquino «De Regime Principum». Y el discurso-programa del Excmo. Sr. Don Esteban Bilbao de Eguia, al presentar a las Cortes el proyecto de Ley de Sucesión, donde se condensa el palpitar emocional de España en la hora presente. 

Porque sigo mi tradición familiar. Que supongo ya es un motivo respetable. 

Por elegancia espiritual, ¡amigo! ¡Me son incómodas las multitudes gregarias que eligen «democráticamente» un Presidente de la República por la mañana y por la tarde le «vetan» y debe dimitir. ¡Vetan la altísima representación del Estado. Juegan a pelota con el prestigio nacional representativo! ¡Se lo juegan a votos! 

Porque. ¡Atiende! 

Jaime Balmes (Vic, 1810-1848)

Escribió Balmes: «La cabeza del infortunado Luis XVI cayó en la guillotina, pero fué después de haber sustituido a la diadema de Luis XIV el gorro de la libertad»; la libertad revolucionario-demagógica. 

En el orden internacional puede ser indiferente el régimen institucional de tal o cual nación. —El Vaticano, organismo internacional por antonomasia, practica, naturalmente, ese respetuoso código.— ¡Ah! pero si del ámbito internacional; que coordina el interés de las naciones, suprafronteras, descendemos —si ello es descenso— al derecho que afecta al contenido y al continente tradicional e histórico de cada nación, considerada en si misma, la cosa varia esencialmente, conjunta y totalmente. 

En las relaciones internacionales se conjugan intereses económicos, estratégicos, suntuarios en cuanto coincidan y no se repelen, los puntos de vista respectivos de cada «parte contratante». 

En el orden puramente nacional, aceptado por inconcuso, el derecho de que cada nación «es libre de darse el régimen interior que más le acomode»; en cuanto a España, creo que después de la victoria militar del 1.° de Abril de 1939, con todos sus antecedentes y consecuentes —que alcanzan el referéndum nacional de 1947— cuando nadie es llamado a juicio de conciliación, lo más prudente y ecuánime es respetar la «libre determinación, la autodeterminación, de cada pueblo a gobernarse por si mismo». 

Me inclino por la institución monárquica por razones históricas y temperamentales. 

Si no llegaría a comprender una Monarquía en los Estados Unidos, por su historia, sus luchas y su formación corno nacionalidad independiente. 

Menos comprendo una república en España —mucho menos después de haber vivido el segundo intento catastrófico de 1931, salvadas las buenas, pero fracasadas, buenas intenciones— que tan valientemente ha enjuiciado Benavente en un artículo publicado en Abril de 1942. 

España, resultado de seculares luchas por la unidad que impone la geografía, la historia, y rige la Divina Providencia, está ligada a la institución monárquica, como la perla a una ostra. Aunque se opongan los doctrinarismos de espaldas a la Historia. 

Es muy humano probar nuevas posturas, pero también es muy práctico volver al primogenio acomodo, si se fracasa en pueriles intentos de orden multitudinario. 

Como católico y español, créelo, ¡Monarquía! por razones de razones patrióticas, que a la postre son las que mandan en el destino histórico de los pueblos. Por algo dijo Honorato de Balzac: 

«Yo escribo al resplandor de dos verdades eternas: la Religión y la Monarquía.

Porque convengo —alusión a la institución concreta, aparte— con el veterano político español Conde de Romanones, al decir en sus, por mi tan aludidas, «Notas de una vida» que «La Monarquía cayó porque no tenía más remedio que caer; como la Monarquía volverá porque no queda otro camino a seguir». 

Claudio Colomer Marqués, joven valor destacado del periodismo catalán, al comentar la obra «La Monarquía y su sistema de gobierno en el pensamiento político de Balmes (introducción y selección de textos de Jaime Carreras Pujal) (1), tiene una frase que por su fondo doctrinal y de concreción, te brindo a que la consideres en correcta exégesis: «El reconocimiento oficial de la institución monárquica como régimen normal de nuestro país, realizado por la reciente Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, hace que el tema de la Monarquía no sea en nosotros tan sólo una especulación de nostalgia histórica, sino una concreta ambición de futuro». 

Para que en el apresuramiento no se tropiece con el confusionismo tan generalizado —tu lo sabes— porque el grupo de éticos historiadores o intérpretes correctos de la Historia, por causas muy conocidas, carece aún de unidad de acción, Colomer Marqués pone este elocuente inciso aclaratorio: «Pero, además, ahora que por las Monarquías europeas, por las de los reyes sin gobierno, ha corrido la tempestad al galope, el pensador político de Vich es un remedio de urgencia. Un remedio contra las fáciles renuncias y las prisas sin causa; contra los desertores pueriles y los hipócritas conversos; pues la Monarquía que Balmes propugna, nada tiene que ver con las que se han abatido, ni con las que algunos desean con sospechoso apasionamiento». 

Ni propósito, ni lugar —una carta tiene sus límites— es este, para hablarte, en el módulo de la institución monárquica, de la importantísima cuestión que tantos obvian de buena fe, como es la cuestión fundamental del principio hereditario y la legitimidad de origen, cuestiones inobviables que el Alzamiento Nacional de 18 de Julio de 1936, descarpetó y desempolvó del fárrago de la premeditación y alevosía negativas del sistema liberal, para ensamblar con las ansias de imperio de un pueblo que cela sus derechos históricos impregnados de secular tradición: tradición que no es una palabra tan sólo, sino una sucesión de hechos, leyes, instituciones, costumbres, derechos... Hechos tangibles en la Historia y en el destino que deben posibilitar la trayectoria ecuánime de la Patria recobrada, en el reajuste internacional que reclama el momento presente. 

Estoy persuadido de que a flor de labio tienes una pregunta que, forjada en la mente, te sale del corazón: 

¿Qué concepto tiene Balmes de la Monarquía? 

Balmes, monárquico convencido, no sólo opina sino que, al respecto, profundiza mucho en sus juicios. 

«El día que los reyes sepan cumplir con su deber, aquel día terminarán las revoluciones; el día que un motín, después de arrollados y sobornados los guardias, se encuentre cara a cara con la persona del monarca que sepa decir: «No firmo, no juro, ahí está mi cabeza, tomadla si queréis», aquel día los motines quedarán vencidos para siempre». 

Por la fuerza misma de la evocación y sin ánimo ni intención de zaherir el recuerdo de figuras históricas extintas, porque son los actos, no las personas, lo que cabe enjuiciar. ¡Cuán tristes y poco edificantes para la apología de un sistema resultan estas manifestaciones del Conde de Romanones en el último capítulo de sus «Notas de una vida»!: «Sin embargo, yo que tuve el triste honor de flamear la bandera blanca pidiendo el armisticio... cuando yo en nombre del Rey y del Gobierno, reconocí que estábamos vencidos». 

Amigo mío, como que la Historia juzgará, no voy a abrumarte con mis comentarios. 

Atentamente.


(1) La Monarquía y Jaime Balmes, El Correo Catalán, edición de 30-V-48. 

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