dimecres, 24 de febrer del 2021

Cartas a un preguntón: Carta tercera

por Enrique Sarradell Pascual, 1948

CARTA TERCERA 

Umbral. Ambiente durante la guerra. La fraternidad en el dolor, artífice de la unidad espiritual. Liberación física y liberación moral. 

Muy apreciado amigo: 

Es obvio te diga, que con la carta precedente hemos entrado de lleno en el examen de acontecimientos en cuanto a resultado de sí mismos. Es teoría mía, que someto desde luego a la más exigente controlación ortodoxa, combatir las ideas subversas aunque las defiendan hombres naturalmente buenos. Es difícil, pero posible, que así sea. Esa posibilidad de que un hombre bueno sostenga ideas malas, era tan corriente —y lo es— que no extraño, que un diario muy circunspecto, publicase ya en 18 de agosto de 1931, cuando la República, tan chiquitina, había demostrado que sabía andar sola, tratando de la inconciencia de determinados sectores socialmente conservadores, en relación con el marxismo, lo que vas a leer: «Porque es preciso no olvidarlo, que con dinero de elementos conservadores, algunos muy definidos como católicos, se ha hecho la labor demoledora cuyos estragos padecemos y cuyas consecuencias empezarnos a sufrir». 

«El partido socialista, hoy dominante, no ha necesitado prensa propia: nunca la ha tenido. Se la han dado los mismos burgueses a los que más tarde aquél tenía que devorar. Periódicos significativos de la plutocracia española han estado al servicio incondicional de los elementos de la revolución y el desorden». (1) 

En ese estado tan vergonzosamente lamentable, nos debatíamos en la vorágine de la revolución marxista, los que hubimos de sufrirla en la desdichada zona roja. Bien debes recordar que en la zona roja éramos muchos que no teníamos sobre nuestra conciencia, responsabilidad alguna de la catástrofe, pero, desgraciadamente los había que si, que por su situación económica, por su preponderancia social, por sus indiscutibles prestigios en todos los órdenes del saber y actividades humanas, cuando nosotros queríamos oponernos y hacer retroceder al monstruo, ellos nos zancadilleaban, e inconcientemente, limaron los hierros de la jaula donde la Bestia aullaba. 

La ola infra-humana lo invadió todo. No eran va las iglesias y conventos como antaño, hogaño fueron los Bancos, fábricas, talleres, comercios y fincas, que sufrieron el embate de la revolución. Ya no eran los curas, los frailes y las monjitas, las únicas víctimas de aquel bandidaje organizado, lo fueron también los aristócratas, los burgueses, los propietarios, los comerciantes, los productores. El terror de las revoluciones francesa y rusa fué un pálido antecedente de la revolución marxista, en sus patéticos contornos de maldad. 

Hubimos de retrotraemos a las catacumbas. Todos, todos los presuntos responsables y los que no teníamos que acusarnos de cobardes neglicencias. La revolución cumplía su destino inexorable, destruir los fundamentos raciales de España y devorar implacablemente a sus incautos domadores. 

Tienes una frase feliz, en tu carta, que recojo con unción y delicadeza extrema. 

Me dices. «¿No es verdad que era un intenso alivio pensar en la Liberación en las horas acogotantes del terror rojo?» Sí que es verdad, amigo, y lo es tanto, que deberíamos imponernos como punto de meditación, para examinar nuestra conducta patriótica de cada hora, aquellos pasajes de nuestro vivir, intensamente dramático, en la zona roja.

Ante todo y como recuerdo perenne, por su presencia espiritual entre nosotros, una oración para los inmolados por Dios y por España; su sangre, su martirio, su sacrificio total no fueron estériles, lavaron culpas, fortalecieron virtudes y rindieron a la Divina Justicia el haz de la Cruzada, con el guión de la Victoria de la Religión y de España, para que seamos dignos de ellas. 

Párate un momento, descúbrete y reza. Que yo lo hago también. 

Por ese, casi indefinido, acto de atracción que tiene la comunidad en el dolor, todas las víctimas de la persecución roja nos fundimos en una única esperanza de libertad. Borráronse diferencias sociales. Desaparecieron, espontánea y libremente, ideologías dispares, para sentir, una, una sola, ¡España! Que significaba todo lo que la España Nacional encarnaba. Religión, Justicia, Orden, Imperio. El Ejército Nacional, era nuestro Ejército. El Caudillo, nuestro Caudillo. Sus victorias, eran nuestras victorias. Los himnos, la Bandera, el saludo viril, eran nuestros himnos, nuestra Bandera, nuestro saludo. ¡Cuántas lágrimas furtivas, junto a las radios que nos alentaban, que inyectaban fortaleza al decaimiento, y enfervorizaban en la esperanza! En la tarea éramos todos unos. Cárceles, checas y escondrijos formaban un inmenso altar a la Patria. Los pechos, el sagrario patriótico que no podían franquear nuestros  verdugos.

Cuando la suerte acompañaba a los que podían huir del terror, impelía a las juventudes un deber, que rarísimas veces se omitía. Nutrir Banderas de Falange y Tercios de Requetés que, en la santa hermandad de la guerra liberadora, luchaban, codo a codo contra los enemigos de Dios y de España. 

Requetés desfilando en la plaza del Castillo
de Pamplona (1937)
Y mientras el Ejército español, bajo la égida del Caudillo providencial, reconquistaba palmo a palmo la tierra sojuzgada, y sangre y más sangre de héroes, hacía intenso el rojo de la Bandera, y los pueblos se liberaban y las multitudes incorporadas a España ensanchaban la victoria, nosotros, aquí, rezábamos y pedíamos a Dios la pronta liberación, para romper las cadenas, para recobrar la libertad, para dejar andrajos y miserias, recibir las caricias del sol y el aire puro. Sentíamos hambre de dignidad, teníamos sed de libertar nuestros pechos que anhelantes añoraban muchas cosas que la Liberación nos ofrecía y nos dió. 

Así vivíamos en plena guerra. El santo ambiente religioso y patriótico, era alimento moral de nuestras almas. Nos prometíamos perseverar en lo justamente perseverable. Nos prometíamos no reincidir en pecados de inconciencia. Nos prometíamos ¡mucho! en aquellas horas que el peligro constante y el dolor permanente, nos predisponía a los grandes gestos de bondad y de sacrificio; serena el alma y limpio el corazón.

Me parece que el cuadro te es conocido. Mis colores son débiles y mi pincel torpe; convendrás, empero, conmigo, que el parecido es bastante descriptivo para poder identificarle correctamente. 

Atentamente.


(1) «El Debate», de Madrid.

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