Jaume Aguilar Font (1890-1936) |
Como un voto impuesto en las duras jornadas del destierro, como un deber hacia el amigo, debí rendirle tributo aquella tarde en que se cumplía el tercer aniversario del sacrificio.
Sobre lo tierra que se empopó de sangre, sobre la húmeda hierba que acarició su rostro y sintió su último aliento, me postré en aquella hora en que el astro del día va al ocaso y reflectante tiñe de fuego los nubes que se agolpan sobre las conocidas siluetas de Santa Lucía.
Tarde de calma... Cielo de azul intenso. Suavidad del aire que mece dulcemente las hojas del chopal. Soplo de flores silvestres. Conto de aves y grillos... De puntillas se acerca la noche. Hora sublime en que el alma se templa y la mente se nutre de recuerdos y se revive a rasgos lo historia aprendida...
Nacido en la cuna de los nobles Arnaldos manlleuenses, nuestro mártir vivía apacible en el Manso Corcó, fijo en los alrededores de nuestra villa.
Su vida correteaba entre los deberes y cuidados de su hogar con las obligaciones propias de su temperamento idóneo.
Amaba su hogar, su familia, sus semejantes.
A los suyos les deseaba con el viril sentido de hombre; quería a su mansión como el colono que resta pegado al terruño y era uncido a sus semejantes por el gran ideal cristiano.
Cuantos llamaron a la puerta del Manso Corcó no se volvieron jamás con las talegas vacías ni el corazón amargo.
Cuantos amadrigados se sentaron cerca la lumbre de aquella casa tuvieron siempre el consejo y el amparo del padre y del amigo.
Hombre de arraigado espíritu religioso pertenecía a cuantas asociaciones católicas estaban constituidas y era fervorosísimo devoto y protector de la Ermita de San Jaime, nuestro Apóstol, a quién encomendaba su vida y su hacienda.
Su intervención en las luchas políticas y ciudadanas obedecía únicamente a su auténtico pensar tradicionalista, pues es una verdad que entonces el ser tradicionalista equivalía a vivir y luchar por todo aquello que él sentía.
En los tiempos difíciles, durante las camparías electorales, en los días indecisos o amargos y en el fraguar del bien, nuestro hombre ocupaba siempre su peligroso puesto en la refriega.
Y por todo esto, un día, en los primeros tiempos de la revolución unos villanos irrumpieron en el recinto del Manso Corcó y entre insultos y violencias arrebataron al mártir de los brazos de su esposa enfermiza, que rodeada de sus nueve hijos, inútil clamaba misericordia... y él con la frente erguida y el mirar iluminado abandonó su hogar y sus cariños con aquella serenidad marcial con que los caballeros cristianos marchaban a las Cruzadas.
Jaime de Corcó, después de hollado por el insulto, en el lugar llamado «Font de Sanayás» fué batido por las armas de aquellos malnacidos, a los que ahora unos quieren perdonar, otros olvidar y nosotros intolerantes confiamos a la justicia de Franco...
El mártir inclinó resignado la cabeza, encogió su cuerpo, dobló las rodillas y cayó sobre la tierra acogedora.
Adivino sus últimas palabras que indudables fueron para ofrecer el sacrificio de su sangre a los que tanto había amado: Dios y España.
Eran las once de la noche del día primero de agosto de 1936... La luna refulgente plateaba el paisaje. Se oía únicamente el correcto murmullo de la fuente y la sombra de los chopos acariciaba el cuerpo del mártir mientras su alma radiante llegaba a la Aurora de la Eternidad.
JOSÉ ARQUÉS GRANÉ
Manlleu (febrero 1942)
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