divendres, 10 de març del 2023

Meditación sobre la fiesta de los Mártires de la Tradición

por Ignacio Romero Raizábal
(Igualada, 8 de marzo de 1967)

Ignacio Romero Raizábal (1901-1975)

Hace ya más de un siglo moría en el destierro el Conde de Molina, el Carlos V de la primera carlistada, hermano de Fernando VII. Y ocho lustros después, otro monarca desterrado, el Duque de Madrid, instituyó la fiesta de los Mártires de la Tradición. 

El 5 de Noviembre de 1895, Carlos VII escribe al Marqués de Cerralbo: 

«Propongo que se instituya una fiesta nacional en honor de los mártires que desde el principio del siglo XIX han perecido a la sombra, de la bandera de Dios, Patria y Rey en los campos de batalla y en el destierro, en los calabozos y en los hospitales y designo para celebrarlo el 10 de Marzo de cada año, día en que se conmemora el aniversario de la muerte de mi abuelo Carlos V. Nadie mejor que aquel antepasado mío personifica la lucha gigantesca, sostenida contra la Revolución por la verdadera España durante nuestro siglo». 

Hacía 20 años que acabó la guerra civil. ¡Y cuántas amarguras y desgracias, deslealtades, desdenes y traiciones, le mordieron el corazón en el transcurso de esos 20 años! Amando a España con locura, tiene que andar peregrinando por el mundo sin volver a verla de nuevo. Francia, Inglaterra, América, Bulgaria, Rusia, Rumania, donde se juega la vida en una guerra que ni le viene ni le va. Y otra vez Francia e Inglaterra, y la India, Egipto y Túnez. Al fin, Italia. Y en el veneciano Palacio de Loredán, regalo de su madre, vive en lo sucesivo entre memorias y banderas carlistas. 

En Loredán organiza sus huestes, tras la escisión nocedalina. Pasan por su palacio personajes de toda índole. Entre otros, la Condesa de Pardo Bazán y el padre de los Ortega y Gasset, que se conmueven ante la majestad proscrita, y un estudiante de Bolonia, el Conde de Romanones, ilustre paladín y consecuente enterrador de la Monarquía liberal. También un catedrático salmantino que abandona la postura integrista y escribe al rey una carta legándole a su hijo, entonces muy pequeño pero que hoy vive y bulle y se llama don José María Gil Robles. Y hace íntima amistad con el Patriarca de Venecia, el futuro San Pío X, uno de los más grandes consuelos de su vida. 

En Loredán se casan dos de sus hijas con todos los honores, que no han de ser felices, y la otra le llena de bochorno. Allí recibe la noticia de su repentina viudez, pues en Enero del 93 muere la dulce Reina Margarita, el Ángel bueno de la Causa, en la «Tenuta Reale» de Viareggio, regalo de su padre el Duque de Parma, el abuelo de nuestro Don Javier. Y en Loredán se casa, al otro año, con la Princesa de Rohan doña Berta, el Ángel malo del carlismo, que hará cuanto le sea posible, con su belleza y artimañas, para lograr el imposible de apartarle de sus deberes. 

Han pasado 20 años, y tantísimas cosas... ¡Qué lejos queda el «¡Volveré!» del 28 de Febrero de 1876, ante sus batallones! Peña Ibáñez describe así la escena en su «Historia de guerras Carlistas» : 

«Caballero en su blanco corcel pasó el Monarca ante aquellas líneas de boinas rojas, albas y azules, entre vítores frenéticos de sus voluntarios, que lloraban... Vibrante trompetería lanzaba al aire pirenaico las notas severas de la Marcha Real... Un paso más y llegó el Rey al puente de Arnegui. Mezclándose músicas, aclamaciones, lamentos y gritos; los voluntarios rompían furiosos sus fusiles...» 

Pero a pesar del paso de los años y a pesar de tantos pesares, Don Carlos no olvidó. Así, y por eso, diría a sus legitimistas franceses, de los que era candidato al Trono de San Luis: 

«Antes de ahora he dicho que nunca abandonaría a España, y hoy lo repito: estoy ligado a sus destinos por torrentes de sangre generosa que he visto derramar en mi defensa. Lo juro una vez más: nunca la abandonaré». 

Los cinco años de guerra robustecieron irremediablemente su amor a España y a sus partidarios. En el prólogo de la lucha escribía desde Suiza: 

«Los que seguís, mi querido Villadarias, esta bandera, sois más que un partido; sois un pueblo, sois el pueblo español. Yo saludo a ese pueblo, siempre generoso y magnánimo, así en la próspera como en la adversa fortuna». 

Y a su madre después, en plena guerra: 

«pero los que valen infinitamente más que todos nosotros son los voluntarios, verdaderos héroes, dispuestos a ser mártires oscuros siempre que se les pide su sangre». 

Y a raíz de la derrota, dirá en un Manifiesto: 

«Testigo de vuestro valor heroico en los días de triunfo, y de vuestra abnegación más heroica si cabe en las horas de la adversidad, jamás podrá borrarse de mi alma el querido recuerdo de los que me fueron leales hasta el último momento». 

Pero esta fiesta de los Mártires, además de su eminente carácter religioso, tiene un significado de fuerte patriotismo. Por eso al año de instituirla, añadirá: 

«Que la conmemoración de nuestros mártires no se limite a satisfacer una necesidad del corazón y una deuda de gratitud». 

Y en esa misma línea ha de insistir, más tarde, a Barrio y Mier: 

«Recomienda, pues, a los nuestros que, sin pompa dispendiosa ni gastos superfinos, antes bien, con la antigua característica de austeridad española, conmemoren ese día, reuniéndose, sobre todo al pie de los altares y en los cementerios donde reposan las cenizas de nuestros mártires, y que no son mansiones de muerte sino recintos de vida y foco de esperanzas legítimas». 

 


En la mente de Carlos VII, la fiesta de los Mártires de la Tradición, sobre su doble raíz religiosa y patriótica, luce un penacho de optimismo. Al año de fundarla, días después de lanzar su Testamento Político, concreta: 

«Descubríos con admiración ante los mártires carlistas. En los rigores del durísimo invierno, dieron a la tierra española con su sangre, la semilla que nuestra primavera verá florecer gallarda». 

No viene mal aquí, aunque no se escribiese para el tema que nos ocupa, lo que a Fal Conde, en una carta desde Viena, le dijo don Alfonso Carlos:

«Dios, que tiene en cuenta tantos heroicos sacrificios, no permitirá que desaparezca nuestra Comunión, firme apoyo de los principios de la Santa Religión y cuya misión deberá seguir aún después, cuando yo no me halle en este mundo». 

Y vendrán muy a cuento, como broche que cierra estas meditaciones, unas palabras elocuentísimas de Mella, «el más grande tribuno, en los últimos tiempos de la Religión y de la Monarquía», en frase de Claro Abánades, y al que le dijo Pablo Iglesias, tras oírle un discurso en la Asociación de la Prensa, en Madrid : «Si Vd. se hiciese socialista, toda España se haría socialista». 

Fue en Zumárraga, a principios del siglo y en «la mayor concentración política hasta entonces vista en España, a la que acudieron más de 25.000 personas», como asegura Oyarzun en su «Historia del Carlismo», así como que estuvo de incógnito, don Jaime. Veinticinco o treinta años antes de que la lista de los Mártires de la Tradición aumentara torrencialmente con la persecución de la República y en los días de la Cruzada. Y entonces. Mella dijo: 

«Hemos de triunfar, y no solamente por la virtualidad de la verdad que defendemos, sino por el mérito que tenemos en servirla a costa de sacrificios innumerables. Si Dios lo premia todo, ¿cómo ha de olvidar a este pueblo carlista que le ofrece el ánfora hermosa de sus trabajos por Él, ánfora llena de sus lágrimas, de su sangre, que tres generaciones han derramado, y que la levanta como un cáliz purísimo ante Dios, diciendo: Señor, en los días funestos en que todos te escarnecían, en que tenías sed y nadie aplicaba a tu boca ni una gota de consuelo, el partido carlista te proclamó, te dio su sangre y su vida y te fue fiel hasta el martirio; y cuando te negaban los sectarios del paganismo, no te quedabas en el Calvario sólo con las mujeres, sino que te acompañaba en tu agonía este ejército de cruzados». 

¡Con qué emoción leería Don Carlos, en su Palacio de Loredán, la reseña del discurso de Mella! Tengo para mí por seguro que recordó su «¡Volveré!» de treinta años atrás, en el Puente de Arnegui. ¿Y por qué no también, el principal motivo por que instituyese la fiesta de los Mártires de la Tradición?

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