En septiembre de 1936, dos meses después del inicio de la Cruzada española —que fue posible gracias a la actuación de la Comunión Tradicionalista y sus gloriosos tercios de requetés—, moría en la Viena ocupada por los nazis, fatalmente arrollado por un camión militar, el augusto caudillo de la Comunión Tradicionalista, don Alfonso Carlos de Borbón y Austria-Este.
Don Javier de Borbón Parma —sobrino de su hermano, el gran Carlos VII— había sido nombrado su sucesor a título de regente, hasta que se dilucidase la cuestión sucesoria. En 1937 don Javier, quien se hallaba en Granada colaborando con el Ejército Nacional, fue expulsado de España. Don Javier no reclamaba por entonces derechos a la Corona. Ante las pretensiones del hijo de Alfonso XIII, don Juan, titulado «conde de Barcelona», que quiso hacer sombra al mismo General Franco, algunos carlistas, especialmente muchos de aquellos que habían permanecido leales a don Jaime entre 1919 y 1931, se precipitarían a reconocer como Rey de la legitimidad a un nieto de Carlos VII, don Carlos Pío de Habsburgo-Lorena y Borbón, archiduque de Austria, un barcelonés de adopción que había estudiado con los Hermanos de la Doctrina Cristiana (Colegio La Salle Bonanova). Conocido como «Carlos VIII», su fracción del carlismo fue conocida como «carloctavismo».
En el longevo diario carlista El Correo Catalán, fundado al concluir la tercera guerra carlista en 1876, trabajaban algunos de sus leales, aunque no todos los redactores habían militado en la Comunión Tradicionalista, y el diario, como todos los de la época, no reconocía oficialmente a otro partido que Falange Española Tradicionalista y de las JONS.
José Tarín-Iglesias, uno de aquellos redactores no carlistas del diario carlista barcelonés, narraría de este modo en sus memorias (1982) la trágica muerte del archiduque acaecida en 1953.
XXI. La muerte del «rey»
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Carlos Pío de Habsburgo y Borbón (1909-1953) |
Salí tarde de la redacción, y al volver hacia las cinco y media, Roselló, que no se había movido, me dijo que el estado del enfermo era gravísimo, y que ciertamente no existían esperanzas de salvarle. Vi a José María Junyent trabajando afanosamente en la confección de una nota lacrimógena, dando cuenta de la gravedad del caso. Pero la cosa no pasó de aquí, hasta que cerca de las siete Roselló me encargó que montase una información. El desenlace, al parecer, era inminente. La cosa no me hizo ninguna gracia. Era Nochebuena y me aguardaban para ir a misa del gallo y luego a cenar en compañía de los Sariol.
El pánico cundió en la redacción. Todos, como yo mismo, esperaban irse temprano. El señor Feliu, que me debía unas pesetillas de los gastos de la información de la lotería, no acababa de pagármelas, pero antes de irse volví a su despacho y entonces me saldó la deuda, que importaba cuarenta pesetas. Para él el dinero era cosa seria y procuraba, aunque no fuera suyo, retenerlo todo lo que podía, y cuando no tenía más remedio que soltarlo, lo hacía con cierta nostalgia.
Al salir de su despacho —él, que era de la fracción de don Javier— me preguntó con cierta sorna:
—Diuen que és mort don Carlos! ¿Què faran, ara, tots aquells...?
«Tots aquells» eran los partidarios del pobre archiduque moribundo, a los que su sectarismo, muy a lo carlista, no perdonaba el tacaño administrador, correligionario de los Fal y de los Sivatte.
Me dio bastante pena el tono displicente del señor Feliu. Personalmente me importaba un bledo el don Carlos en cuestión y los «otros», pero no dejaba de comprender que se trataba de una persona humana, bastante desgraciada por cierto y que dejaba dos hijitas totalmente desamparadas, dado que la madre había huido con un violinista a los Estados Unidos.
Poco después llamaron por teléfono a Roselló. Al otro lado del hilo estaba nada menos que Paco Garrigó, que le informaba que el «rey» había muerto. ¡Ya estaba organizada! Por unos instantes pensé que me habían dado la noche. ¿Qué hacer? ¿A quién debía encargar la información? Roselló dudó unos instantes. Insinué que quizá podríamos pensar en Sierra, pero el subdirector se opuso, diciéndome, con razón, que nos podría provocar algún incidente. La verdad es que conociendo al «loco» de José María Sierra podíamos esperarlo todo. Viendo la situación, opté que lo mejor era hacerla yo mismo, y me llevé, por si acaso, a Jesús Ruiz.
Por la redacción merodeaba el «pillete» de Grau —flamante jefe de publicidad—, el cual me ofreció llevarnos en taxi a casa de don Carlos. Aprovechamos la ocasión, pero cuál sería nuestra sorpresa cuando al apearnos del vehículo, muy serio, me aconsejó:
—Paga tú mismo y después pasa la cuenta al periódico.
Para esto no necesitaba alforjas. ¿Qué le íbamos a hacer? En el trayecto hasta la calle Balmes, donde vivía el «rey», Grau nos contó a Ruiz y a mí bastantes cosas divertidas del difunto.
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José Tarín-Iglesias (1915-1996) |
—Un día don Carlos me dijo que yo era su mejor amigo...
Toqué la pierna a Jesús y naturalmente tuvimos que hacer un esfuerzo para no soltar una carcajada. ¡Pobre don Carlos! Ahora se comprendía todo... y mucho más.
La casa donde vivía don Carlos era un edificio moderno de pisos de la calle de Balmes, muy cerca de la avenida del Tibidabo, propiedad del que después debía ser amigo mío, Martín Ribalta Urpí. Esperaba encontrarme una escalera llena de leales, de jóvenes que llorasen la muerte de su «rey». La buena portera, con su habitual mandil, nos abrió la puerta del ascensor y subimos al piso. Nueva sorpresa. La puerta estaba cerrada. ¡Tampoco había nadie! «¿Cómo —pensaba yo para mis adentros— puede vivir aquí un rey?» ¡Sí! ¡Sí! Efectivamente, allí acababa de morir aquel que pretendía ocupar el trono de san Fernando. Grau hacía de cicerone. Llamó, y una criada nos franqueó el paso. Nada daba señales de que allí había un difunto. ¿Era posible? Por fin, de una habitación sumida en la penumbra salió Bru y Jardí, quien, muy compungido, nos aconsejó que nos fuéramos con el mismo taxi a La Vanguardia, donde teníamos a nuestra disposición toda la información.
Textualmente le dije que no disponíamos de ningún taxi, y aprovechamos la ocasión para preguntarle algunos aspectos con que poder completar la información. Al notar que hablábamos, del fondo de la habitación, como si surgieran de las propias tinieblas, salieron otros personajillos. Daba la sensación de que todo aquello era un verdadero comadreo. Estaban llorosos. Contaban las cosas con palabras entrecortadas y todos deseaban meter baza. Bru no cesaba de decirme:
—Hemos llamado a El Pardo...
Y añadía con cierto énfasis:
—Naturalmente estamos esperando órdenes de El Pardo y del ministro...
Tras decimos que los vecinos, y entre ellos el dueño de la finca, se habían portado muy bien, agregó:
—No podemos hacer nada. Debemos esperar que desde El Pardo nos digan algo...
Así mencionó El Pardo, por lo menos una docena de veces, en los diez minutos escasos que estuvimos allí.
De pronto surgió la sombra de Pedro Roma. Estaba allí, también como agazapado, muy afligido.
—¡Ya lo ve! ¡Qué desgracia!
—¡Sí! ¡Sí! —dije tímidamente.
Más tarde aparecieron dos niñas. Una, la pequeñita, muy mona, rubita, con un vestido azul, muy avispada. La otra, un poco más mayor, con las facciones propias de los Habsburgo. Eran las hijas de don Carlos que preparaban un belén. Sentí un verdadero escalofrío. Las pobres criaturas se quedaban, más o menos, solas en el mundo, insensibles a lo que sucedía a su alrededor.
—Las infantitas —comentó Bru— están muy apenadas...
Pude enterarme de unos cuantos detalles que precisaba para componer la información. Cuando tomaba notas, de una habitación contigua al vestíbulo salió una señora guapetona, muy pintarrajeada. Ojos negros impresionantes y cuerpo escultural...
Después, ya en el taxi, pregunté a Grau quién era la señora.
—¡Una de las secretarias de don Carlos!
Jesús y yo no hicimos ningún comentario. Quien lo hizo fue Roselló al contarle el caso.
—Supongo que debe de ser una de aquellas «señoras» que le proporcionaba Garrigó...
Antes de marcharnos preguntamos si se conocía la hora del entierro.
—No sabemos nada —dijeron al mismo tiempo Bru y Roma—, esperamos órdenes de Madrid. El Pardo, el ministro, su hermana, Cora Lira, lo tienen que decidir. Y para postre —añadieron—, un día sin periódicos. Esto es terrible. ¿Lo comprende? ¡Sin periódicos!
Bajando la voz, como si no quisiera molestar al difunto, Bru añadió:
—Vayan a La Vanguardia y Bernabé os lo dará todo...
Antes de despedirnos, Bru me repitió otra vez que estuviéramos al habla con él para poder saber los detalles del funeral.
—No sabemos nada, pero habrá algo...
A nuestro lado no sé quién hablaba de honores militares, de armones y creo que hasta de Escoriales... ¡Era el puro delirio...!
Antes de irnos, tanto Jesús como yo sentimos curiosidad por ver el cadáver del «rey». Efectivamente, pasamos a una pequeña estancia y encima de un catre —¡Dios mío!— estaba el cuerpo exánime de don Carlos, todavía con su pijama beige y su semblante tranquilo, apacible...
La habitación denotaba una cierta modestia. No era digna, ciertamente, de alguien que aspiraba al trono de España.
Salimos. La calle de Balmes, a aquella hora de la noche, se nos ofreció hermosa y grande. Un taxi, viejo y desvencijado, el primero que encontramos, nos dejó en la calle de Pelayo, frente a la redacción del periódico de los Godó, convertido por unos momentos en cuartel general de la información de la muerte de don Carlos. ¿Era posible? Cuando entré en el vestíbulo pensé que estábamos en la época de los grandes absurdos. En la redacción encontré a Bemabé, quien me llevó al despacho de Garrigó. Al entrar saludé a Santiago Nadal, que era de los «otros», y después al propio don Luis de Galinsoga. a quienes les felicité las Pascuas.
En el despacho de Garrigó estaban Sariol y Pedret. Aquello era la reoca. Estaba dando órdenes y más órdenes. Auténticamente inaudito. Era casi imposible llegar a comprender cómo aquel personaje pudiera ocupar un puesto directivo en el mejor periódico de Barcelona y uno de los primeros de España. Así se escribe la historia.
Detrás de su mesa, con su eterno puro en los labios, continuaba impartiendo órdenes. Simulaba, porque únicamente se simulaba, estar triste. No creo que Garrigó pudiera entristecerse por nada.
—¡Aquí lo tienes todo! Una semblanza, los datos, un folleto, una hoja...
Me alargó una cantidad de propaganda «octavista» sin límites. Cuando salí cometí una ligereza.
—¡Felices fiestas!
—¡Qué día! ¡No serán felices, hijo...! ¡Nada de felices!
Realmente había metido la pata.
Después, Juan Sariol me dijo que tanto Garrigó como Bernabé —¡qué dos personajes!— habían llorado a «moco» tendido...
Cuando salí de La Vanguardia evoqué mentalmente los tipos que retrata Puig y Ferrater en Servitud. No existía mucha diferencia de unos a otros. ¡Quizá todavía eran más grotescos los de ahora...!
Llegué al periódico —a la vieja redacción de la calle de Baños Nuevos— a las nueve y media. Escribí la información. Quedó un poco cursi y ramplona. Lo suficiente para hacer llorar a las porteras y criadas del barrio. La corrigió Ángel Marsá. Al salir di gracias a Dios de que al pobre don Carlos no se le hubiera ocurrido morirse dos horas más tarde.
La Nochebuena transcurrió tranquila y plácida, así como la fiesta de Navidad. El día de San Esteban fue el fijado para el entierro. Serían cerca de las doce cuando llegué a la casa mortuoria. En la puerta daban guardia requetés bastante mal uniformados. Gente del pueblo, en número modesto, y, en las ventanas, vecinos, aún con batín o pijama, pretendían ver el espectáculo. En un grupo de periodistas estábamos: Roselló, Sariol, mi hermano, Escofet, Sierra. Ulsamet, etc. Los comentarios eran para todos los gustos. El orden de la comitiva era divertido. Las bromas comenzaron a florecer. Cada uno decía la suya y a cuál más pintoresca y disparatada. Uno preguntó si se había recibido algún telegrama del conde de Barcelona...
—¡No hemos abierto ningún telegrama...!
Mi hermano contó una anécdota que acababa de suceder. Poco antes había aparecido en el domicilio del difunto el hombre del «traje negro» de la funeraria con la pretensión de cobrar 16.000 pesetas que importaba el «servicio». Hubo un momento de consternación. ¡Dieciséis mil pesetas, habían dicho...! Se miraban unos a otros. ¿Quién era el mirlo blanco que las daría...?
—Bueno, mire —dijo alguien—, ya las pagaremos. Ahora el intendente no está.
—¡Lo siento! Pero tengo órdenes de cobrar...
—¡Pero hombre! ¡ Qué poca confianza!
—¡Las pesetas! —decía ceremoniosamente el hombre del «traje negro».
Por fin hubo la intervención de un teniente de alcalde y el buen hombre se retiró. ¡Mal negocio había realizado Pompas Fúnebres...!
El que no apareció por ningún lado —y esto que estaba allí de chaqué y sombrero de copa— fue el «señor intendente», que era nada menos el buenazo de don Joaquín María Roger y Gallés. Juanito Sariol contó, todavía, otra anécdota más significativa si cabe. El día de la muerte acudieron varios médicos a casa de don Carlos. Uno de ellos de mucha fama —don Agustín Pedro y Pons para más detalles—, después de la consulta pidió tres mil pesetas. Los apuros fueron enormes, pero por fin alguien las facilitó y el ilustre clínico pudo cobrar.
Por fin apareció el féretro con la bandera nacional. Una banda de cornetas y tambores interpretó «una» Marcha Real bastante doméstica y a hombros de leales inició su último viaje el pretendiente. Los tipos eran realmente de comedia. Abrían la marcha unas parejas de la Guardia Urbana de gala, y seguidamente iban cinco señores, muy serios, vestidos de etiqueta. El del centro, con gafas ahumadas y boina roja, lucía sobre su abrigo gris unos enormes cordones de ayudante de Jefe del Estado. Pregunté quién era: el ayudante mayor, conde de Vallserena, título que le había conferido don Carlos. Después iban Manuel Bartrés y Joaquín María Roger, secretario e intendente respectivamente. Cinco personajes que eran auténticas figuras del pim-pam-pum. Muy serios prosiguieron durante todo el trayecto. Después venía el féretro y un poco más atrás el ministro de Justicia, don Antonio Iturmendi, con las autoridades.
Pepe Malagelada y Rafael Delclós nos avisaron que no hiciéramos caso de una nota que se había distribuido, ya que el ministro de Justicia iba a título personal y sin ninguna representación. Notamos que todo eran caras largas. Garrigó, a grito pelado, decía que todo era una pura pamplina, puesto que se habían portado muy mal...
La representación del partido, asimismo, era sencillamente divertida. Iba destacado el general auditor de la Armada, Cora Lira, de uniforme y fajín un poco apolillado y con una banda descolorida. Detrás iban «todos»... Todos eran Bru, con una enorme boina y lloroso, con aspecto de cura barrigudo, Rubió, Junyent, Roma, Bernabé, Garrigó, Gassió, etcétera. Los mismos que soñaban ser, algún día, ministros, directores generales, gobernadores y que en realidad se hubieran conformado con una simple credencial, más o menos, de cualquier organismo oficial...
Después vino la despedida del duelo. Antes se produjo un incidente un poco jocoso en la plaza de la Bonanova. En la puerta del templo guardaban el orden varios mozalbetes vestidos de requetés que se daban las manos para cortar el paso del público. Un oficial de la Policía Armada de servicio intentó cruzar el cordón y algunos de aquellos imberbes le dijeron que no podía pasar. El oficial se lo tomó a guasa.
—¿Quién es vuestro jefe?
Apareció otro mozalbete que se cuadró lívido ante las estrellas del capitán.
—¡Dejadle pasar...!
Los muchachos, con cara de retrasados, soltaron las manos y el oficial pasó. Pero cuando todavía no había dado unos pasos dijeron muy serios en voz alta:
—¡Para machotes, nosotros!
El oficial volvió la cabeza. Los miró fijamente. Quedaron helados y se largó, con una mirada de cierto desprecio. Todo era así de grotesco...
por Barcelona, pasando por el Colegio La Salle Bonanova.
Luego me contaron el secreto del enterramiento en Poblet. La archiduquesa Margarita, hermana del difunto, quería llevárselo a Italia, al panteón de Vilareggio, donde descansan sus antepasados. Entonces surgió el cursi de Pepe Bru, quien pronunció un discurso que hizo llorar, más o menos, a todos los presentes, afirmando que constituiría una verdadera vergüenza sacarlo de tierra española, y que su panteón tendría que ser Poblet.
Por lo visto, el cardenal de Tarragona al principio se opuso, pero gracias a la intervención de Iturmendi cedió y los restos de don Carlos fueron sepultados, a las diez de la noche, en la capilla Galilea del cenobio populetano. Así terminaba una aventura que había comenzado unos años antes, cuando los ministros falangistas se sacaron de la manga a don Carlos para enfrentado al conde de Barcelona en una maniobra burda y sin estilo. Estaba de gobernador civil en Barcelona el inefable Antonio Correa, que fue en definitiva el primer empresario del «rey» que lo instaló en una suite del hotel Ritz, abonando las facturas el propio Gobierno Civil.
Fueron los días brillantes y fastuosos de la «corte carlista». Lo paseaban, lo enseñaban, recibía a los periodistas e incluso en alguna ocasión era debidamente jaleado en los periódicos. Todo orientado desde la oficina de prensa dirigida por Pepe Bernabé Oliva siguiendo las instrucciones de Correa. Un día de aquellos vino a visitar la redacción de El Correo Catalán. ¡Vaya show que se organizó! Limpiaron la casa, sacando hasta brillo de los pocos mármoles existentes. Todos fuimos alertados de la visita. A la hora indicada se abrió la puerta de la redacción y la voz aguda de Adam anunció:
—¡El Rey!
Todos nos pusimos de pie y Diego Ramírez, a quien estos papeles siempre le sentaron muy bien, fue presentándonos a todos. El «rey» nos alargaba la mano, sonriéndonos con verdadera sencillez. Los envarados eran los del acompañamiento.
Llegó un día que el habilitado del Gobierno Civil no pagó más facturas, y naturalmente don Carlos no tuvo más remedio que abandonar el hotel. Todavía existía alguna que otra subvención, procedente de inconfesables «fondos de reptiles», y el «rey» y su familia fueron alojados en una torre de Vallcarca que fue bautizada con un rimbombante nombre y en la que en la festividad de los Reyes celebróse una magna recepción en la que las señoras iban en traje de corte. Por cierto que Diego Ramírez tenía una sobrina, muchacha muy sencilla y modosita que desempeñaba el puesto de telefonista en El Correo Catalán y que al paso de los días ingresó en una orden religiosa, que en aquel señalado y carnavalesco día la vistieron de largo para que pudiera asistir a la fiesta en cuestión...
Desde aquel día, la inefable Isabel fue para todos nosotros la señora marquesa de la Clavija, según la bautizaron López Dolz o Busquets, no sé quién de los dos.
La broma del palacio de Vallcarca todavía duró algunos meses más. Pero las cosas iban de mal en peor. Ya no se cubrían los gastos de los desplazamientos por tierras de España y las asignaciones cada día eran menores.
Antonio Correa fue sustituido en el Gobierno Civil y el entrante no quiso saber nada del pobre «rey», que no tuvo otro remedio que dejar el palacio de Vallcarca e instalarse en un piso de la calle de Balmes, en una casa propiedad de la madre del industrial Martín Ribalta, a quien dudo que jamás le dieran una peseta.
En esta casa le ocurrieron al «rey» infinitas desgracias. La mayor fue la deserción de la «reina», que se largó con un violinista a los Estados Unidos, dejando incluso a las «infantitas». El pobre monarca, que no llegó a ser «rey» ni por un día, las pasó moradas, puesto que la mayoría de sus leales, aparte de ser muy tacaños, no tenían ni un real. Supongo que debió de soñar con los días felices de los años treinta, cuando se dedicaba con su avioneta a dar vueltas por el cielo de Barcelona a un precio módico, asequible a muchos bolsillos.
La última vez que le vi fue en la plaza de la Universidad, frente a los almacenes El Águila. Era un mediodía e iba confundido entre los viandantes. Sin ayudantes, ni secretarios, ni guardaespaldas. Habían pasado los tiempos de las vacas gordas y ahora el «rey» paseaba su nostalgia y también su tristeza como un ciudadano más.
Había terminado la «broma» y nadie le hacía puñetero caso...
José Tarín-Iglesias: Vivir para contar. Medio siglo entre la anécdota y el recuerdo (1982), págs. 123-129