por Enrique Sarradell Pascual, 1948
CARTA QUINTA
Autobiografía, no. - Bien hayan los recuerdos de actitudes patrióticas. - El santo orgullo del deber cumplido. - Digresiones intermedias y poesía.
Muy apreciado amigo:
No sabía que cultivaras tan cuidadosamente el anecdotario.
Y menos, presumía, que llegaras hasta el extremo de ahondar tanto ¡tanto! que en tu ahincamiento lograras rozar aquellas fibras adormecidas del viejo luchador. Lo que tu pretendes, ahora, es una autobiografía ¿no?
Aclaremos.
Eso de viejo, desde luego es en razón a la cronología de los hechos, que no a la fatal contumacia de los años, empeñados —no sabemos por qué razón— en cabalgar unos sobre otros y, en esto, aunque sea inclinación fatalista, a la influencia de fémina, hemos de oponer un reparo, por circunstancial, muy relativo. No es que vamos haciéndonos viejos, es que a cada hoja de calendario que cae ¡tenemos un día más!; eso es todo; ¿qué pasa?
Como que en ti sucede lo mismo —¡supongo!— me cabe el consuelo de saberme acompañado por aquellos que, sería para mi una gran desilusión, pensar, tan siquiera, tuviesen el privilegio —vedado a mí— de que pasara el tiempo y, vamos, ¡que no les pasara el tiempo! porque habían encontrado el elixir de la juventud eterna.
Pero como de todo eso nos reímos, como nos reímos estoicamente de muchas cosas de la vida, vale más que de una vez te diga. ¡Querido! los días pasan para mi, para ti y... para todos, aunque quisiéramos detener el tiempo.
¡El tiempo no lo detiene nadie! Aunque el recuerdo sea permanente.
¡El recuerdo puede adormecerse!, pero tu has tenido la virtud de desvelado.
Tus insinuaciones, tus citas, han sido, para mi espíritu, como una fuerte dosis de música wagneriana. Los primeros compases, acariciadores como brisa abrileña. Aumenta la presión evocativa y se exalta la inspiración; empieza el artilugio del pentagrama al conjuro del genio evocador. La armonía asciende hasta la majestuosa vibración ordenada y, se siente, se oye y se palpa el inicio de la tragedia; tempestades de gradaciones que sólo la música, sentimiento espiritualizado, puede convertir en matices tangibles. El espíritu cultivado en la escuela del sufrir se hace tan sensible, tan —¿cómo lo diré?— sincronizador, que el arte sublime de fundir afectos y recuerdos, equivale a una asignatura de psicología que el P. Gamelli, Rector de la Universidad Católica de Milán (Italia), no rechazara para ampliación de su «Psicología experimental».
Como si confesaras un defecto, que en el fondo no es más que falta de arrogancia, hablas de los años precursores del Movimiento; aquellos años de nuestra juventud vivida en frenesí de lucha y de peligro por y para España. ¡No! Jamás hemos de avergonzarnos de nuestro pasado, conforme, austero y viril por añadidura.
¡No hombre, no! todas aquellas actividades nuestras, hoy son preseas, y méritos que podemos ostentar para tejer, cara a la libertad digna y mirando fijo a los más rutilantes luceros, la banda que nos consagra «vieja guardia» o «camisas viejas» ¡cómo quieren llamarnos, ¡nos es indiferente!
No te preocupe lo más mínimo se te discutan méritos. ¡Es humano!
Al discutirme, a mí, bien lo sabes, siempre me estimuló. No caen los audaces, sino los pusilánimes, los que no saben de convicciones invariables.
Tu hoja de servicios, como la mía, por y para España, es el mejor exponente de que nuestras actividades juveniles —de hace veinticinco años— estaban ya al servicio de ella y que el nuevo estilo, lo presentíamos —para infundirte perseverancia— con probada fe católica y profunda pasión patriótica, frente a «jóvenes bárbaros» primero, a indiferentismos traidores, las más de las veces y, contra el separatismo —de smoking o de blusa— siempre. Pasó lo que pasó y... pase lo que pase, no hemos de rectificar principios, a lo sumo rectificaríamos procedimientos, eso sí, porque la experiencia es maestra.
En nuestras actividades de antaño —como un presagio— rasgos de pluma, salvas de pistola, gemidos de los primeros mártires, persecuciones, encarcelamientos, desprecios, destierros, pactos de hambre, rasguños en la carne y en el espíritu, que dejan vacíos difíciles de llenar —yo no puedo olvidar un hijo, que se dobló para siempre, como un lirio tronchado, durante la persecución republicana— pero la España eterna, en la Historia que no se escribe, lo continuó en el martirologio simbólico, del libro eterno, que Dios preserva de manos pecadoras.
En nombre de la ciudad nativa —¡ciudad querida!— forja de mi vida inquieta— se repite en tus insinuaciones, como si quisieras aprovechar el momento psicológico, para que abra mi corazón, henchido de recuerdos, de amarguras y también de alegrías, como pulpa de fruta sobre los labios.
Te equivocas, querido, cerca o lejos de mi ciudad. Desterrado o libre en su ambiente, entiendo que, precisamente, los lazos ineludibles que me unen a ella, imponen, de momento, sordina y superación —por caridad— sobre defectos, actitudes y asistencias, contrarias a nuestra espiritualidad.
Sabadell a principios del siglo XX |
No puedo olvidar, mientras viva, que también es sagrario y aliento de nuestra mística pasión por España y teatro de evocadoras luchas y sacrificios.
¡Que en su seno se forjó mi espiritualidad, incomprendida hasta 1936! ¡Lo sé, amigo! El recuerdo ha de acostumbrarnos para la acción misma.
En estas cartas, querido amigo, lo simbólico roza tan confundiblemente con lo real, que constituyen ya el exponente de una situación espiritual insuperable.
Ya no eres tú solo —vasto concepto de la amistad y compendio de tantas almas gemelas supervivientes, por voluntad divina, de la razzia rojo-separatista—. De la ilusión hemos pasado al contenido expresivo humano. La leyenda se ha convertido en realidad.
Mi fantasía de escritor creó, para expansión espiritual, un supuesto amigo preguntón y han surgido los auténticos amigos que llevan su identificación al extremo de situarse en el lugar y derecho —supuestos— del interlocutor que creara, pensando en los auténticos, precisamente.
El subconsciente, profundo, estaba en anhelo de la ilusión en ansia de tangibilidad.
Al llegar a mis manos las primeras expresiones verbales y epistolares, no he de rectificar nada de lo escrito al momento. Para satisfacción de ellos y mía, repito públicamente lo que particularmente es constancia —creo que a satisfacción— de un criterio rectilíneo: Ratificación.
Así, pues, llevado conscientemente por el ímpetu inicial, déjame, amigo, terminar, con el propósito primero —en intención subsiguiente—. En filosofía aplicada hay muchas maneras para llegar al fin propuesto. Contando con tu aquiescencia, continúo en lo simbólico, que no es más que una apariencia de lo real.
Atentamente.
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