por Enrique Sarradell Pascual, 1948
CARTA SEXTA
Compendio castrense de la vida nacional. - Reminiscencias indeseables. - De cómo de lo material pasaríamos a lo espiritual. - Y que el "snobismo" no es aconsejable.
Muy apreciado amigo:
Valle Inclán pone en boca de uno de los personajes de «La guerra carlista. Los Cruzados de la Causa», la siguiente afirmación:
«En la guerra, la crueldad de hoy es la clemencia de mañana. España ha sido fuerte cuando impuso una moral militar más alta que la compasión de las mujeres y de los niños. En aquel tiempo tuvimos capitanes y santos y verdugos, que es todo cuanto necesita una raza para dominar el mundo».
Ese otro manco que no llegará a ser inmortal como el de Alcalá de Henares, porque, si eran pares en la mutilación física, eran dispares en su abolengo espiritual, arguyó así, dando vida a una concepción histórica de un tiempo de reciadumbre; sin apartarnos de la vida del destino hispano, el lenguaje seria otro, aunque la intención la misma y aún supeditada al hecho circunstancial.
Hoy, un superviviente de la guerra de Liberación, puede decir:
La guerra nos ahincó el derecho a la defensa. La misión del vencedor importa tanto en su aspecto físico como moral. El derecho natural coordina la mística teológica con la defensa cruenta de los principios positivamente legítimos que no sean contradictorios, en caridad y justicia; un soldado en armas y un misionero abrazado a la Cruz redentora; un ciudadano en milicia castrense y un sacerdote en milicia espiritual, son, en nuestro caso, católico y racial, en misión específica, un complemento actual en la acción de defensa de la Fe y la Hispanidad. Misión elevadísima de la catolicidad hispana en su destino ecuménico.
Si la doctrina de la Iglesia, en última instancia, admite la justicia de la rebelión, no en un caso concreto, sino en todos los casos determinativos de la rebelión, por la misma causa de injusticia, queda completamente inadecuada la teoría liberalizante de la prudencia, procedimiento inocuo, apto sólo para prosperar la inoperancia y entregar el acervo tradicional a la trituración subversiva.
Querido amigo, me parece que en su parte necesaria quedan contestadas tus reservas, que no son más que lamentables prejuicios de anteguerra.
Quedan aún resabios pluriformes de aquella moral utilitaria que la política rezumaba antaño. Hemos sufrido, todos, demasiado, para no darnos cuenta de que precisamente nuestro dolor fué más agudo por el contraste de una posición política que no podía resistir —en nuestras conciencias católicas— la contradicción misma del liberalismo, por otra parte condenado por el «Syllabus» de Pio IX.
Pío IX (1792-1878) |
Los juegos ideológicos no son para contumaces. El peligro de yerro es siempre inminente y si se resbala... ¡ay! del caído.
Tú, como tantos, habías notado náuseas ante la voluble y astrada educación política de una generación que, de tanto snobismo emotivo, llegó a gozar en la morbosidad de la interpretación inversa de la vida digna.
Tú, como tantos, percibiste el agobio asfixiante del corazón, partido, ante la genuflexión desde una prensa laica de aquellos valores que, aparentemente honesta y públicamente favorecida, callaban las reacciones patrióticas —¡si no las combatían en nombre de la ponderación, «conllevancia» que tenía más de alcahuete que de virtud prudente!— y en cambio se estremecían las rotativas y se inflaba el ditirambo para las audacias incontroladas de los apátridas y los intelectuales alimentados —sin digestión— de todos los ensayos cesionistas y comunistoides.
¡De aquellos polvos vinieron esos lodos, mi querido amigo!
Si el hombre, en vez de un sujeto complejo de contradicciones y de contumacias, fuese, por esa obra directa de la gracia —que nunca nos falta y que tantas veces obviamos— un ser que, por gradación ostensible y extensible, propenso a la perfección manifestada sin esperar el inescrutable misterio del trance a la vida eterna, en un arranque de gallardía humana —para la que siempre Dios nos da de la mano— plena de libertad y emulación cristiana, fuese, repetimos, un alto exponente de libertad; la inesperada, cruenta y profunda prueba de una guerra y revolución horrendas en su alcance y consecuencia, hubiesen bastado para grandes confesiones públicas como una evocación medioeval.
¡Pero amigo! ya lo ves. A muchos, que aún les delata el sufrir, las profundas cicatrices de la guerra, sienten otra vez cosquilleos de reincidencia. ¡El hombre es el único animal que tropieza siempre con la misma piedra!
De esta clase prometo ocuparme en otra carta, que habrás de estimar, mi querido amigo, no como requisitoria, pero sí como la expresión sincera y dolorosa de un patriota y cristiano que le duele en lo más profundo de su corazón, ver a esos grupos fatalistas, arrastrando rencores y contumacias, después de habérseles arrancado los grilletes de la depauperación y la indignidad.
Atentamente.
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