por Enrique Sarradell Pascual, 1948
CARTA OCTAVA
La cuestión social. - No nos tientan las insinuaciones personales. Consideraciones generales que pueden ser provechosas.
Muy apreciado amigo:
Ya te esperaba en este terreno. ¡La cuestión social!
Estás en lo cierto, nuestra ciudad ha sido durante muchos años campo experimental para la aplicación de todas aquellas doctrinas que el cuerpo social mal asimilaba y peor encajaba. Primero las teorías anarquistas de Krupotkine injertadas en nuestro temperamental belicoso e insumiso; más tarde, la sutileza de Marx y finalmente el cientificismo demoníaco, la revolución hecha ciencia por Lenin, perfilando hasta la agudeza sentimental, la torpe abstracción comunista que de utopía pasaba a sistema eficaz de la revolución universal, con inspiraciones de ghetos, en aplicación contundente de los preceptos contenidos en los «Protocolos de los Sabios de Sión»; la serpiente hebraica dando la vuelta al mundo hasta que la boca alcanzará la cola.
Después de leer el párrafo que precede, te quedarás viendo visiones ¿verdad?
Este lenguaje simbólico te aturde. Me crees víctima de un hartazgo de literatura polémica que me transporta hacia las mansiones de la quimera.
Eso podían pensarlo de mí, antes de la guerra, muchos que vivían en Babia. Estaban convencidos ¡pobres ilusos! que nuestras preocupaciones por el judaísmo y la masonería eran esto: preocupaciones. Cuando nosotros —designamos nuestras campañas periodísticas en la prensa nacional— combatíamos los estratos políticos y sociales que, entre elecciones, prototipo de falsedades y, huelgas antieconómicas, preparaban el clima propicio a la «agitación armada» del comunismo, eran muchos —por desgracia— que osaban calificarme de impertinente y visionario; así fué como me aislaron por indeseable de la «conllevancia» con la revolución en marcha, que a su hora, ni a ellos respetó. En el pensamiento y en el corazón llevo los nombres de algunos incautos que «piadosamente» pugnaban por arrojarme a la fiera y... la fiera, en mal hora, se cebó con ellos. ¡Paz, paz y perdón! A ello me obliga en conciencia mi fe católica.
Hoy, lo disculpo, pero no tolero bromas, cuando está hasta la eficiencia probada la relación íntima, cierta e incontrovertible, entre la gran conspiración universal del judaísmo y la masonería y todos los partidos de izquierda y sindicales, anarquistas y marxistas, que sumieron a nuestra ciudad y a España, en la más abyecta de las esclavitudes.
Es un proceso tan complejo de complicidades que, escapa, su simple análisis, del reducido espacio de esta misiva. Pero basta lo apuntado para propensar en reflexión y, tú, mi querido amigo, en primer término, ¡estás obligado a ello!
Las ideas y las teorías hay que masticarlas mucho antes de deglutirlas.
Insinúas un gran despropósito, al impulsarme tratar del problema social.
Aludes al bienestar económico de las clases productoras, antes del Alzamiento Nacional. ¿Qué hacemos del bienestar económico si falta la satisfacción interna y digna en justicia estricta?
Por la boca muere el pez, amigo. Aquí radica el problema social más importante. La deserción en el cumplimiento del deber estricto.
Al productor se le captó en las sindicales internacionalistas, arrancándole, primero, todo sentimiento religioso, nacional y moral. El odio de clases fué la suprema aspiración que se le inculcaba. ¡Ni Dios, ni amo! para consigna de combate materialista, ¡un programa estupendo! Pero el hombre y su organización gregaria topan, cuando chocan con la realidad inconcusa de los destinos de raza que tiene deberes inexorables a cumplir, por sobre y, a pesar, de todas las utopías y teorías. La empresa patriótica exige, en la hora H sus derechos y se quiebran todas las elucubraciones y espejismos.
El hombre, la sociedad, han de vivir su destino histórico, mayormente las razas —como la nuestra— que reclaman periódicamente, por ancestralismo de destino social, un puesto al sol y una caricia de libertad.
Todo ese comprensible proceso biológico y espiritual no supieron percibirlo los líderes de las masas gregarias, ni los directores de la economía acumulada.
Se equivocaron conjuntamente y la exacerbación infrahumana desplazó a unos y, a otros, hacia el caos; confundidos entre defectos y condescendencias, o distracciones en el cumplimiento de obligaciones.
No pretendas ahora que embista en el comentario sobre el adversario reducido. Bien sabes tú que los tiros no se dirigirían precisamente el enemigo leal, sino contra esa teoría político-económica de la burguesía miope y acobardada, que, de concesión en concesión, claudicando hoy sí y, mañana también, se dejaba arrancar a la fuerza de, amenazas y huelgas, aquello que en definitiva, era de justicia dar a los productores (1).
Con ello, la burguesía liberal no hacía otra cosa que cargar de laureles a los meneurs sindicales y acrecía el odio de clases, ya que la masa, siempre sensible a las vulgaridades, veía en sus líderes sindicales a los caudillos de las emancipaciones económicas, que, en el fondo, eran pactos de logia, impuestos y acatados a la sombra.
¡Ah! mi querido amigo, cuan otra hubiera sido la trayectoria de los problemas sociales en nuestra ciudad, en España y... en el mundo, si la clase patronal, individualmente tan cristiana, en vez de leer el título y nada más, hubiese conocido el contenido y, practicado, la doctrina de las Encíclicas papales «Rerum Novarum» y «Quadragesimo anno».
¡Esa desgraciada teoría del hombre dual!, católico individualmente y judío en los procedimientos colectivos. ¡Cuánto mal ha hecho a la sociedad!
Ciertamente, mi querido amigo, que trato de problemas que, aparentemente, han pasado a lo anecdótico, pero permíteme que te diga que su fuerza evocativa, en lo histórico y en lo que de enseñanza tiene, sus rasgos generales y —sobre todo— su trabazón sectaria, tiene una consecuencia nacional y, diría —sin inmutarme— alcance universal a precaver, hoy más que nunca, dada la situación actual del mundo en tensión febril.
El error radica, en nuestra ciudad, en España y en el orbe entero, en aquella concepción antipráctica e ineficaz, en definitiva, de confiar a la fuerza pública la solución de los conflictos sociales. ¡Gran error, créelo! Por encima de la coerción, la justicia cristiana.
En teniendo los fusiles a su lado, la clase patronal obviaba la justicia, el fondo de justicia de las reclamaciones obreras; o se dejaba arrancar concesiones a la fuerza, cuando en estricta justicia podía haberlas implantado sin imposición, con sólo abrir las válvulas de una recta conciencia.
A la masa obrera se la entrenó para luchar contra los fusiles, con fusiles.
¡Justicia estricta, social y humana!, que, de haberse aplicado, hubiera hecho inoperantes a los líderes revolucionarios. Había que arrancarse a la fuerza, lo justo que ha consagrado el progreso e invoca la sociología cristiana.
¡Así llegamos a Julio de 1936!
Atentamente.
(1) Refiriéndose a la exacerbación social revolucionaria en Catalutia, al finalizar la primera gran guerra, escribe el Conde de Romanones en su libro Notas de una vida:
«Mientras duró ésta —la guerra— la industria catalana recibió los más espléndidos beneficios, se desarrolló el egoísmo patronal en proporciones extraordinarias, satisfecho hasta la hartura, y cedió fácilmente o con escasa resistencia a las peticiones de los Sindicatos obreros, transigió con la intervención que estos fueron tomando en el trabajo y hasta dejó pasar sin protesta los más graves actos de indisciplina en fábricas y talleres, con irreparable quebranto de la autoridad técnica y la dignidad patronal, aparte de la compensación y enormes provechos que los Sindicatos recibían. Los patronos cegados por la codicia, perdieron el sentido de la previsión que debía inspirarles un serio estudio de los problemas de las postguerras en los factores de la producción».
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