dijous, 21 de juliol del 2016

El terror rojo en Cataluña II - La horda sacrílega

por Antonio Pérez de Olaguer (carlista de Barcelona)

LA HORDA SACRÍLEGA

Soy de los que siempre han sostenido que limitándose todos los ciudadanos exclusivamente al cumplimiento fiel y normal de los diez Mandamientos de la ley de Dios, los pueblos alcanzarían el mayor grado de cullura y de prosperidad.

Sin robos, sin adulterios, sin asesinatos, con amor, con caridad, con diligencia, con virtudes colectivas, ¿cómo no iban a crecer y a progresar los pueblos? Es evidente.

En consecuencia, por lo tanto, cuando los pueblos se alejan del Dios verdadero, caben dentro de ellos todas las ruinas y todos los malestares.

Por ende, quienes buscan los malestares y la ruina de los pueblos, para lucrarse con ello, procuran divorciarlos de Dios.

Es el caso de España de unos años a esta parte.

Precisamente uno de los discursos —si se le puede llamar discurso— que más me impresionó por radio, en los primeros días revolucionarios, fue aquel en que el orador tuvo estas palabras fuertes, concisas, claras, reveladoras:

Dicen por ahí que con Franco está Dios. Nosotros no sabemos si Dios está con Franco. Lo único que sabemos es que con nosotros está Satanás...

¿Cabe una declaración más sincera, una confesión más paladina, una verdad más grande?

Con nosotros, ciertamente, está Dios y su presencia se ha notado providencialmente en muchas ocasiones. Pero Dios, para que purguemos nuestras faltas y nos curtamos en el dolor, que es la gran fuente de virtud, permite que Satanás capitanee a nuestros enemigos.

La revolución roja es satánica. No cabe duda. Las hordas sacrílegas desencadenadas sobre España y de un modo especialísimo sobre esta pobre Cataluña, lo proclaman abiertamente.

Su primer cuidado fue quemar los templos y asesinar a todos los sacerdotes. El día que se logre la estadística completa, ante la frialdad de los números se descubrirá la monstruosidad sacrílega.

Aún ahora, con datos que pecan siempre de modestos, con cifras mínimas, puede asegurarse de una manera positiva que en Barcelona se ha quemado, se ha destruido, 177 iglesias. Entre ellas maravillas arquitectónicas e históricas como la iglesia de Santa María del Mar, como la iglesia de Belén, como la iglesia de Santa Mónica. Parcial o totalmente se ha destruido todos los templos de la ciudad, a excepción de la catedral y de la Sagrada Familia, si bien han destrozado sus principales altares. Todos los oratorios particulares, que sumaban un gran número, han sido quemados. Han desaparecido, salvo cortísimas y casuales excepciones, todas las imágenes, todos los objetos religiosos, incluso todas las estampas o cuadros artísticos de tema no profano.

Estado de la iglesia Santa María del Mar, maravilla del
arte gótico catalán, tras su destrucción por los rojos en 1936

En Cataluña no ha quedado una iglesia intacta. Más de cuatro mil templos, muchísimos más, derrumbados o malheridos, quedan como testimonios perennes de la barbarie y el satanismo. La furia sectaria ha llegado al extremo de quemar iglesiucas como la de Tagamanent, en la cima de un monte, para llegar al cual es preciso andar —no hay otro medio de locomoción— más de cinco horas, o como la de Puiggraciós, colgada en riscos, a dos horas del lugar más cercano.

Se estima, según el cálculo más optimista, que no queda más del 15 por ciento de sacerdotes vivos, de sacerdotes no asesinados. Casi lodos los párrocos han sido vilmente martirizados. En Cervera, muchos seminaristas, apilados, fueron rociados de petróleo y, prendido el fuego, perecieron abrasados. En Tarragona también fueron asesinados muchos seminaristas de Filosofía y Teología y pereció casi todo el Cabildo catedral. El santo obispo de Lérida fue asesinado después de ver morir a unos setenta sacerdotes, que bendijo, uno por uno. Había pedido que le matasen el último. Así cumplió su deber pastoral.

La horda sacrílega ha cumplido su misión satánica. De su crueldad, de su audacia, de su morbosa perversidad, de esa grandeza que posee el Mal cuando Satanás anda en ello, pueden servir de ejemplo los seis casos que dibujo seguidamente.


l.— LA QUEMA DE LA IGLESIA DEL CARMEN

Las iglesias de Barcelona arden el miércoles de la Semana Trágica de 1909
(vista desde Montjuich), imagen tristemente repetida el 19 de julio de 1936

Iglesia del Carmen de Barcelona. Iglesia predestinada, levantada sobre las ruinas de un convento incendiado: el convento de las Jerónimas quemado en 1909 por las turbas fanáticas.

La iglesia del Carmen, situada en uno de los lugares más céntricos y al mismo tiempo más populares de la ciudad, tenía un cuerpo moderno, airoso, en el que se adivinaban las líneas clásicas, típicas, indiscutibles de su arquitecto, José María Pericas. Bajo la bóveda gris, junto a las agujas finas y esbeltas, se respiraba ese aire de ciudad trabajadora, en el que se mezclaban humaredas de fábrica, hedores de barrios extremos y polvo del puerto cercano. Y allá, al mediar la tarde, junto al Cristo, una viejuca que reza. Tal vez cerca de ella dos muchachas, con un pañuelo pequeño y blanco, sobre la cabeza, silabean rápidas unas oraciones breves, como con prisa. Quizás un sacerdote joven, pulcro, digno, devoto, dice sus rezos cotidianos. Acaso un anciano, medio inválido, dormita en un banco. Y seguro, que a esa hora se ve siempre la silueta magnífica de su cura párroco, de don Joaquín Cañis. Estampa recia del santo viejo español. Rostro de color magro, en el que fulgen unos ojos impacientes llenos de fervores místicos. Gesto hosco, huraño, tal vez un poco malhumorado, que sólo se endulza cuando habla de caridad, de los pobres, de los humildes, de los desvalidos.

Y junto a la soledad, junto a la quietud, de la iglesia a un tiempo aristocrática y popular del Carmen, la vida, el movimiento, el dinamismo, de las obras nacidas a su calor y mantenidas por su energía y por su fuerza. Sus escuelas, sus comedores gratuitos, su Patronato benéfico. Siempre en marcha. Siempre adelante. Y los domingos, en la iglesia rebosante de fieles, se recoge los frutos de una santa labor de apostolado. ¿Por qué destruir todo esto? ¿Por qué destrozar un templo de fe, de donde surge tanta caridad?

Es uno de los días primeros del Movimiento. Todavía dentro del mes de julio —mes fatal para Barcelona— de mil novecientos treinta y seis. La muchedumbre, ebria ya de odios satánicos, ha tomado la calle. Hay que destruir. Hay que quemar. El cuadro es fuerte. Muy fuerte. Uno de los cuadros más siniestros de esa revolución internacional, tan pródiga en los crímenes más viles.

Han acudido los técnicos. Los técnicos en los incendios de las iglesias. Han descendido de su camión con sus latas de petróleo, sus haces de astillas, sus paquetes de algodón en bruto. Y sobre todo, sus bombas incendiarias. ¡Ya arde la iglesia del Carmen!

Primero unas densas, espesas, sucias, oscuras columnas de humo. Luego las llamaradas rojas, vivas, serpenteantes. Después, el crepitar de la materia que se consume. Por último, el edificio que se desmorona.

La iglesia del Carmen es ya una hoguera grande. Con ella arden los comedores donde los pobres satisfacían gratuitamente su hambre. Arden las escuelas donde los niños encontraban gratis también el alimento del espíritu. Todo cuanto era signo de cultura desaparece envuelto en llamas.

Pasan unas horas. Derribadas las paredes, fundido en cenizas cuanto es combustible, de la iglesia del Carmen sólo queda una hoguera, un mar de fuego.

Y entonces... ¡Qué horror! Los incendiarios, los asesinos, han descubierto cinco monjitas, cinco monjitas castas, puras, buenas, consagradas al prójimo y la caridad. Allí están con el terror y la ternura pintados en los rostros afligidos, mojados de llanto... Allí están... El albor de las tocas, el azul oscuro del sobrio traje talar, da a sus figuras frágiles, delicadas, suavemente femeninas, un fulgor entre majestuoso y sobrenatural.

Y aquellas fieras, con sus bayonetas, con sus cuchillos, con sus puños incluso, les hacen retroceder, lentamente, lentamente, de espaldas al fuego...

La muchedumbre lo adivina. Esa muchedumbre sin freno, sin dominio, sin pudor. Muchedumbre de pasiones sucias, repulsivas, repugnantes... Muchedumbre enferma, envenenada, demente...

Y los réprobos, los salvajes, los verdugos, empujan a las monjitas hacia la hoguera. Ellas, caminando de espaldas, no ven el peligro. Pero lo presienten, lo adivinan por el calor de las llamas muy cerca.

Hasta que el crimen se consuma. Hasta que las monjitas caen en la hoguera.

Apenas han gritado. No ha habido ni un despido breve. El tránsito a la Gloria se hace sin ruidos, sin aspavientos.

La muchedumbre babea insultos, escupe blasfemias. La muchedumbre ha perdido el juicio definitivamente.

¡Baldón eterno para quienes, con el juicio sano, sueltan la chusma podrida, escoria del prostíbulo y cáncer de la sociedad!


2.— EL ESPECTACULO DE LAS MOMIAS

Cuerpos momificados de las religiosas expuestos en la puerta
de la iglesia y convento de las Salesianas de Barcelona, julio de 1936

No; nadie lo pudo organizar mejor. El espectáculo de las momias —en la iglesia de la Enseñanza, pongo por caso— constituyó un éxito de organización y de meticulosidad, difícilmente superable. Cuidaron de los detalles más nimios. Todo estaba previsto.

Fue el martes, primero después del 19 de julio. Dos días de destrozos revolucionarios, de envilecimiento colectivo, pedían a voces un premio, una distracción, un espectáculo.

La iglesia de la Enseñanza, situada en la calle de Aragón, entre el paseo de Gracia y Clarís, era un edificio relativamente moderno, trazado sobre viejos modelos románicos. Se le daba el nombre de iglesia de la Enseñanza porque en su ala izquierda se albergaban las muchachitas del barrio y recibían instrucción esmerada y generalmente gratuita.

El martes ya citado tuvo lugar el número presentación del programa. A eso del mediodía, cuando el claro sol de julio caía a plomo, unos muchachos de la FAI disparan sus escopetas al aire.

Inmediatamente se concentraron alrededor de la iglesia de la Enseñanza unas cuantas docenas de milicianos. Aseguraron que los tiros habían procedido de un ataque iniciado desde el convento.

Su teoría era muy peregrina. Un grupo de fascistas, que sin duda no tenia en aquel momento otro quehacer, se había entretenido en tirotearles. Pero seguramente por equivocación dispararon al aire. Había que coparlos.

El pueblo, que es muy ingenuo, encontró aquello muy natural. Y se procedió a un registro.

La circunstancia de que este registro no diese ningún resultado, no desanimó a la gente. La vecina iglesia de la Concepción ardía como una pira enorme. El Cristo que se veneraba en uno de sus altares había sido arrojado a las escaleras y era objeto de todas las profanaciones. Llegaba un hedor muy acre.

Entonces arribó un camión de incendiarios. Tan bien organizado como un auto de bomberos. Descendieron los técnicos. Gente experta y práctica. Estudiaron las corrientes de aire. Hicieron sus cálculos. Y luego arrojaron contra determinados puntos del templo unas botellitas de liquido inflamable. Al chocar, hacen una pequeña detonación. Como la que produce nna pistola de aire comprimido.

El público empezó a darse por satisfecho. Surgieron los comentaristas:

—Arderá en media hora 
—No exageres... Tal vez dure dos horas largas. 
—No lo creas; ésos saben mucho... 

Y la iglesia, el convento, la escuela gratuita, el pan del espíritu y el alimento del cuerpo se fundieron y desaparecieron en una hora.

No obstante, la iglesia no quedó totalmente quemada aquel día. Tal vez por sus gruesos pilares de piedra, el fuego quedó albergado en su interior.

Al día siguiente llegaron otros técnicos. Estudiaron las causas. Y esta vez los restos de la iglesia se cayeron rápidos.

Al día siguiente, el espectáculo amenazaba eclipse. Ya no ardía la iglesia reducida a un montón de escombros humeantes.

Y entonces... alguien recordó la tristemente célebre Semana Trágica de Barcelona. ¿Por qué no desenterrar los cadáveres de las monjas? ¿Por qué no exponer sus esqueletos? ¿Por qué no sacar a luz todos sus misterios?

En primer término —la organización se ha dicho fue perfecta— se trajo en un auto unos huesecillos de niño, para colocarlos estratégicamente. Luego se desenterró unas cuantas monjas. Y las expusieron al público.

¿Qué se pretendía con esto? ¿A qué conducía esa salvajada?

Era un espectáculo organizado con bastardos fines políticos. Companys y los suyos, según se desprende de ello, quisieron aparecer inmensos ante la faz del mundo. Como gobernantes conscientes, organizaron maravillosamente la visita a las momias. Con frecuencia, Pérez Farrás, aún no partido al frente de Aragón, encarrilaba el espectáculo. Con un orden perfecto, digno de mejor suerte, desfilaron durante tres días más de cuarenta mil personas, según cálculos fidedignos. Allí acudía la pareja de novios. El matrimonio con sus hijos. Tipos aburguesados. Obreros. Meretrices. Criaturitas.

¡Qué naturalidad! ¡Qué trágica naturalidad en este desfile macabro!

Los organizadores sonreían, satisfechos. Los propósitos de fementidos masones hallaban eco en algunos sencillos que no comprendían aquellos tiernos huesecitos de niño. Y la masa se estremecía de espanto. Se conmovía con esa lujuria del terror, que tan pronto había de cristalizar en hechos repugnantes.


3.— DE CACERÍA

Falset

Un aguafuerte. Rápido, repugnante, repulsivo. La mente resiste a imaginarlo. La pluma resiste a transcribirlo. Pero, por ello mismo, es conveniente, es necesario proclamarlo, porque es historia, historia negra, historia roja, pero historia al fin de esos días revolucionarios de Cataluña, que es absolutamente preciso que el mundo conozca, que el resto de España no ignore, para que en su día se pueda obrar en consecuencia y brille, purificadora, la obra de la Justicia.

Falset es un pueblecito alegre, risueño como todos los de la provincia de Tarragona. Su campo, lleno de pequeños propietarios, no había conocido nunca problemas. Era rico, era próspero, era feliz. La vid se daba con facilidad. Las cosechas eran casi siempre buenas y la vida transcurría plácidamente, sin hondas preocupaciones y, sobre todo, sin que nunca la miseria marcara con su sello clásico, de hambre y de horror, a ningún hijo del pueblo.

Pero... Tanta felicidad no podía ser eterna. Y un mal día sentó sus posaderas en Falset un cacique izquierdista: Llorens, el León... Así se le conocía. Era un sectario. Y el 6 de octubre, tristemente célebre, Falset, el pacífico pueblecito, se rebeló por primera vez, lleno de saña, lleno de odio. La propaganda subversiva hahía hecho mella en el ánimo de los aldeanos.

Viene la represión. Llorens el León fue encarcelado. Y luego de varios interrogatorios, el Consejo de Guerra, magnánimo, generoso, le perdonó la vida, poniéndole en libertad.

Esa generosidad tal vez fue nociva. Falset estaba ya envenenado, y la convivencia con el que le había inyectado el microbio del mal, no podía hacerle ningún bien.

Y el rencor, la ingratitud, fueron minando, fueron destruyendo la conciencia colectiva de aquel pueblecito, antes risueño y alegre.

Aguafuerte. Breve. Rápido. Terrible. Repugnante. Único tal vez.

Falset, después del 17 de julio: Incendio de la iglesia. Tiros. Saqueos. Caos. Lo vulgar. Lo ya lógico.

Y una noche, de las primeras del horror, el flamante Comité revolucionario detiene a varios sacerdotes dignísimos. ¿Quiénes figuran en este Comité? No se sabe. Acaso no se sepa nunca. Tal vez no eran hombres de la tierra. Tal vez eran diablos escapados del infierno.

Uno del Comité, con sonrisa de Judas, con sonrisa de hiena, dice, dándoselas de clemente, de comprensivo, a los pobres sacerdotes asustados:

—Se han desbordado las masas. Para nosotros será muy difícil protegeros, salvar vuestras vidas, pero no tenéis nada que temer. Huid a la montaña. Escondeos en el bosque. Yo diré que os hemos llevado a Barcelona. Así os salvaréis.

Los pobres sacerdotes bendicen a aquella alma buena, a aquel Comité generoso. Y, fundiéndose en las sombras, atraviesan el pueblo, escapan campo traviesa, se pierden en el monte...

Y en aquel mismo momento, el que ha hablado ríe. Y ríen con él, con carcajadas satánicas, los restantes componentes del Comité. Salen todos a la calle. Baten un tambor:

—Camaradas: Se hace saber que para esta madrugada se ha levantado la veda de curas y hemos organizado una cacería. La cacería de los curas. Todos los que tengan perros, todos los que tengan escopetas, que rodeen el monte, y que ninguno de los curas se escape... ¡Salud!...

Y cuando las primeras luces del alba tiñen de alegría y de claridad la pureza del cielo, al margen de estas espantosas maquinaciones diabólicas, varios cazadores salen del pueblecito, con sus perros, con sus polainas, con sus zurrones, con todo lo característico en una excursión cinegética.

A poco, el silencio, solemne, magnifico, impresionante, dulcísimo, de un amanecer en el campo, se ve turbado por los disparos secos, taladrantes, trágicos. Allá, a lo lejos, suena el alarido de terror de un hombre que huye acosado por los perros, seguido de cerca por los infames cazadores. Del otro extremo, otro grito de espanto.

¡Para qué proseguir! Es la auténtica caza del hombre...

Y Falset, el pueblecito trabajador y alegre se ha teñido para siempre de oprobio y de gloria.


4.— Y ÉSTA ES LA DEMOCRACIA

Cementerio Nuevo de Barcelona (cementerio de Montjuïc)

El Cementerio Nuevo de Barcelona mira al mar. Los huecos fríos, húmedos, desagradables de los nichos vacíos abren sus concavidades ásperas a la brisa salubre y tibia del mar. Y en estos días, los huecos fúnebres se cierran constantemente, como si fueran los dientes infinitos de un monstruo insaciable, clavándose crueles en las víctimas indefensas.

Y esto es Barcelona en los largos días revolucionarios. Víctima imprudente devorada por ese monstruo maldito que viene de las estepas heladas de Rusia a saciar su apetito feroz.

Yo estoy en el Cementerio Nuevo de Barcelona con el alma rota, despedazada de dolor. Es al caer de la tarde, y el rojo del crepúsculo pone un marco adecuado a la escena inolvidable de desconsuelo infinito. Yo estoy acompañando a mi padre, asesinado villanamente, por ser católico, por ser honrado y por repartir con demasiada profusión sus bienes entre los pobres. Yo pienso en muchas cosas, y no pienso en nada, porque estoy aturdido, porque estoy desconsolado y porque estoy muy triste.

De pronto, junto a mí, veo a una mujer. Es una mujer del pueblo, sencilla, fuerte, casta. Llora con ruidos, con esa expansión del pueblo, igualmente desbordadora en la alegría que en la pena. Yo la veo y yo pienso:

—¡He aquí el contraste, el reverso de la medalla! Yo lloro a mi padre, asesinado por los obreros, por la gente del pueblo. Y esta madre llora a su hijo, asesinado por los ricos, por los poderosos, por los burgueses... He aquí marcada la división de clases, la clasificación de castas. ¿Quién podrá vadear este río de sangre? ¿Quién podrá cruzar esta laguna de castas?

De pronto la mujer, que ha resoplado fuertemente y ha desahogado ya algo de su pena, viene hacia mi, con esa ingenua curiosidad propia de todas las mujeres:

—¿A quién lloras tú?

Yo veo la discusión al margen de nuestro dolor común. Pero he contestado fríamente:

—Lloro a mi padre, asesinado porque era bueno...

La mujer me ha mirado y me ha estrechado fuertemente la mano:

—Yo lloro a mi hijo, que ha sido también asesinado porque era bueno...

Respeto su convicción. A una madre, ¿qué otra cosa puede parecerle su hijo?

Pero ella, que ha leído en mi pensamiento, me ha explicado:

—Mi hijo tenia 18 años. Era un obrero. Ganaba un sueldo muy modesto, pero era feliz, porque no tenía más ambiciones, y porque iba a misa lodos los domingos. Ayer, por la mañana, uno de sus compañeros de la fábrica le nombró y dijo: «Ese va a misa todos los domingos; tipos como ése, estúpidos, fanáticos, hacen más daño que cien curas... Hay que acabar con ellos...» Y eso fue todo. Mi hijo era del sindicato, no se había metido nunca en política, no había tenido ni tiempo de meterse en nada —eran dieciocho años— y me lo cogieron, y junto a una tapia lo acribillaron a tiros...


La buena mujer suspiró y rompió de nuevo a sollozar ruidosamente. Yo lloré también, y la abracé con cariño, con respeto, con fe.

El milagro estaba hecho. Y ésta es la democracia. Las clases, las castas, se unen ante el dolor común.

La otra democracia, la democracia de la libertad, la que asesina, la que mata a mansalva, al camarada, al compañero, al amigo, por el delito sólo de que no piensa como él en una materia tan independiente como la materia religiosa, esa democracia falsa debe perecer, debe morir a su vez. No bajo el fuego de los fusiles, sino bajo el peso de las convicciones.

¿No es cierto, mujer del pueblo, que has llorado conmigo los crímenes de esos indignos propagadores de la falsa doctrina de Marx? ¿No es cierto que tú serás una buena propagandista de la doctrina buena?

Y dejé a aquella mujer. La dejé, y como no pensaba en nada y pensaba en todo, he pensado que algún día, cuando las cosas varíen, bueno será buscar a esa mujer para que al menos no le falle el jornal de su hijo. Y habremos de llegar también a los otros, al obrero de la acera de enfrente, y conquistarlo como sea, con nuestro dinero, con nuestro sacrificio, con nuestra sangre, para que estos hechos inhumanos, para que estos hechos salvajes, para que estos hechos inauditos, no se repitan, no puedan repetirse nunca...


5.— CERTIFICO QUE SON MÁRTIRES

Mártires de España del siglo XX

Son las nueve de la mañana del 21 de julio, en Barcelona. Mañana cálida, apacible, serena, de verano. La Compañía de Jesús, disuelta arbitrariamente en España, sostiene aún de una manera oficiosa y discreta su obra más bella: la de los ejercicios espirituales, legados por su fundador San Ignacio de Loyola... Y así tiene en el barrio alegre de la Bonanova su casa de Ejercicios, donde, en tandas espaciadas, se reúnen periódicamente desde los niños a los viejos, desde la inocencia de la infancia hasta la juventud ansiosa de luz y la vejez deseosa de paz.

En esta mañana son los niños los que se han recogido en meditación. Y ante las noticias inquietantes que llegan de la ciudad revolucionada, un grupo de Padres jesuitas, abnegados, decididos, valientes, no quiere huir por no abandonar a los muchachos encomendados a su custodia.

Sí. Son las nueve de la mañana del 21 de julio. En una sala austera, en una sala sencilla, está el Padre José María Murall. El Padre José María Murall es una figura de relieve en la Compañía. Hace unos días era aún Provincial. Hace muy poco ha cesado en su alto cargo. Y con esa sencillez de renunciamiento propia de la Orden, espera en la oración un nuevo destino. Con él está el Padre Félix Cots, Rector de Sarriá, redondo, risueño, anciano. Está próximo a los 70 años, pero aun se mantiene erguido y fuerte. Está también el Padre José Romá, alto, moreno, delicado, convaleciente de una enfermedad traída de los trópicos. Ha pasado casi toda su vida en Filipinas, donde ha sido hasta Vicario General de una diócesis. Y está también, bajito, seco, delgado, curtido en el trabajo, el Hermano coadjutor de la Orden, Felipe Iriondo, vasco, templado y valiente.

Están reunidos estos cuatro jesuitas y, como es lógico, están muy preocupados. ¿Cómo devolver a sus casas a aquellos niños? Y luego, ¿qué va a ser de aquella casa? ¿Y de toda su labor, acumulada en años de trabajos intensísimos, y tal vez perdida en unas horas de desbordamiento revolucionario?

Pero no pueden reflexionar mucho tiempo. Violentamente se ha abierto la puerta del recinto y han entrado en la estancia ocho tipos patibularios de la FAI.

Encaran sus fusiles. El Padre Murall, que es el único que viste sotana —los otros tres jesuitas van con traje de seglar— pregunta sencillamente:

—¿Qué se les ofrece?  
—¿Tenéis armas?  
—No.

Es un momento de una emoción intensísima. Un hombre, de unos cincuenta años, tosco, sucio, que parece el jefe, le dice al Padre Murall:

—Vete de aquí ahora mismo, o te mato...

El Padre Murall, digno, con calma, sale de la habitación. Otro de los asaltantes le increpa:

—Quítate la sotana, porque si no te matamos aquí mismo...

Desde luego, todos tienen, por lo visto, un interés especial en matarle.

Ya están los cuatro jesuitas fuera de su casa. El sol, avanzada ya la mañana, cae a plomo. Hay un breve diálogo en un patio pequeño. Dice el Padre Romá, ante el fusilamiento inevitable:

—¿Quieren ustedes que nos pongamos cara al sol?
—No; mejor a la sombra...

Y el jefe de la banda coloca unos bancos en los que hace sentar a los jesuitas. Pero duda, reflexiona unos momentos. Sin duda quiere hacer las cosas bien...

—No... Es mejor que me sigáis...

El Padre Murall, digno siempre, dice refiriéndose al Padre Cots:

—Conforme. Pero este señor no es de la casa... Estaba aquí de visita... Sentiría que le pasara algo malo.

El jefecillo no contesta. Pero su rostro, de inusitada crueldad, refleja una mueca de desprecio y de rabia. Sacerdote al fin, aunque no fuera de la casa de Ejercicios, no tenía perdón...

En la carretera esperan dos autos pequeños. En el primero van los tres Padres jesuitas. En el segundo, el Hermano Iriondo. La orden, seca, autoritaria, no ofrece lugar a dudas:

—Vamos al Sindicato de la calle Salmerón.

Una carrera rápida, veloz, peligrosísima. Y a los pocos minutos una parada en la calle Salmerón.

Suben a deliberar lo que han de hacer. Discuten, seguramente, sobre la condena, durante más de un cuarto de hora. En este tiempo los prisioneros, abajo en los autos, escuchan de la plebe que les rodea todas las procacidades, todas las blasfemias, todos los insultos. Lo más bajo, lo más ruin, lo más soez. Unas amenazas escalofriantes y horribles. Los jesuitas ven su muerte ya segura. Y entonces, los tres Padres, en su auto, rodeados de la muchedumbre borracha de odio acumulado en siglos de literatura herética y de demagogia infernal, los jesuitas, sencillos y tranquilos, se confiesan uno al otro. Este acto, de una magnificencia emocionante, enardece aún más la ira del gentío, del que surge unánime la sentencia:

—Os mataremos a todos porque sois curas y no ha de quedar ni uno.

En aquel momento un individuo, vestido de militar, pero sin americana, con un máuser en la mano, sube al coche y dice:

—A la Rabasada...

El conductor del primer coche —en el que iban los tres Padres— obedeció pesaroso. Su rostro reflejaba un gran disgusto. Diríase que iba más despacio como si no quisiera llegar nunca al lugar del sacrificio.

Pararon en la parte alta que mira a la ermita llamada de San Genís. Ha llegado el momento culminante. Una orden para que los tres sacerdotes desciendan del auto. Y luego, la sentencia:

—Subid hacia la montaña y no volváis la cabeza atrás...

El Padre Murall, que ha ofrecido con sus compañeros el sacrificio de sus vidas, dice con temple heroico, con voz firme, con serenidad de mártir:

—¡Muero por Jesucristo! No tengo remordimiento alguno. Y a vosotros todos os perdono de todo corazón.

Los otros dos sacerdotes, o sea el Padre Cots y el Padre Romá, pronuncian con igual entereza parecidas palabras.

Y avanzan... Pero allá, en el otro auto, queda el Hermano Iriondo, un poco asustado. Su valor seco de buen vasco, se rebela ante la idea de irse al otro mundo sin la absolución. Y levantando el brazo, avanza, pálido, descompuesto, gritando:

—¡Eh! ¡Eh! ¡Absolución! ¡Absolución!

El Padre Romá se ha detenido en el camino de la muerte. Lento y solemne alza su mano ungida en una bendición suprema:

Ego te absolvo a peccatis tuis, in nomine Patris, et Filii et Spiritus Sancti.

Y los cuatro jesuitas, preparados ya para el viaje supremo, emprenden su ruta. Han avanzado unos pasos y ha sonado una voz dura:

—¡Alto!

Y acto seguido una descarga cerrada. Los cuatro cuerpos han caído pesadamente confundidos. El Padre Murall respira aún. Lo notan los asesinos.

—Ese, todavía respira.
—Si tiene el cerebro fuera. ¿Cómo va a respirar?
—Pues yo le daría el tiro de gracia.
—No malgastes balas, hombre...

Y los asesinos se alejan.

El Padre Murall, en efecto, respira aún. Una bala le ha herido superficialmente en la cabeza y de rebote se le ha clavado en la mano, con la cual, instintivamente, intentaba parar el golpe. Un río de sangre le brota de las dos heridas. Pero, no obstante, su cabeza rige, su ánimo es fuerte, su seguridad de vivir absoluta.

Y el Padre Murall, con las debidas precauciones, se levanta. Comprueba, quizá con un poco de envidia, la muerte de sus tres hermanos en religión y en martirio. Y se aleja del lugar glorioso.

Le cuesta bajar por la montaña. Pero llega, al fin, al llano y entra en una casita de campo:

—Soy un herido...
—¿Eres fascista?
—Soy un sacerdote...
—Ven...

Y aquella buena gente le cura.

Pero aún no ha acabado la odisea del Padre Murall. Y un grupo de la FAI entra de nuevo para hacer un registro en la casa...

—¿Quién es este herido?
—Un sacerdote.
—Pues tendremos que acabar de matarlo...

Por fortuna, surge la discusión. ¿Es lícito matar un herido? Y le perdonan.

Y el Padre José María Murall puede llegar a una clínica. Allí está un mes curándose de sus heridas, y ante el riesgo eminente de ser descubierto de un momento a otro. Luego, otros días de zozobra, de inquietudes, peregrinando de casa en casa. La vida de todos los amenazados de muerte.

Hasta que un amanecer bendito le sorprende en alta mar rumbo a tierra extranjera, acogedora.

***

Este caso estupendo es absolutamente cierto. Me lo ha contado en la acogedora Italia, en el pintoresco San Remo, el propio Padre Murall, convaleciente aún de sus heridas. Yo he tenido siempre una gran amistad con el Padre Murall, y su relato, que he procurado reflejar con la mayor exactitud, me ha conmovido profundamente. Cuando le he leído mis notas y mis apuntes, el Padre Murall me ha dicho:

—Certifico que son mártires mis tres gloriosos compañeros. Yo estoy firmemente convencido que Dios me ha guardado la vida para que así pueda testimoniarlo. Sí. Cuando yo vi que salía con vida de un trance tan terrible, pensé que Dios me la reservaba para poder dar fe de aquel martirio. Yo certifico que son mártires...

Y en la mirada limpia, en la mirada encendida y exaltada del Padre Murall, yo leo la verdad, esa verdad dulce y alegre para esos tres benditos jesuitas que, desde el Cielo, al implorar por sus amigos y por sus enemigos, imploran también por la salvación total, definitiva, de nuestra amada España...


6.— ¡AL CIELO SE VA EN COCHE!

Hotel Florida en Barcelona

Yo no he conocido nunca un curita más alegre y más simpático. Era joven, vivo como una ardilla, ocurrente y gracioso. Y era también un místico, un santo. Sólo que no lo exteriorizaba. Antes todo lo contrario. Había que conocerle muy a fondo para descubrir su acrisolada virtud.

Tenia teorías muy peregrinas. Recuerdo que solía decir:

—Ama a Cristo de verdad ¡y haz lo que quieras!

¡Cuánta filosofía! En ella resumió toda su admirable vida interior. Porque el curita a que me refiero huía siempre de esos centros comunes de austeridad y de recogimiento y criticaba con agudeza a esas buenas monjitas que tienen tantos escrúpulos y se confiesan tres veces al día. Exageraba la nota con su sátira aguda y sangrienta. Y me decía:

—Donde menos se figura la gente, hay un santo. Los santos de hoy día son gente que van en auto y que tienen dinero, y que lo lucen. Dentro de poco en los altares veremos a señores con levita y con sombrero de copa.

Y el buen curita reía y se hacía fuerte en su teoría extraña. Una vez me contó una curiosa anécdota:

—Iba San Felipe Neri, tan humilde, tan austero, por un camino... De pronto vio venir una carroza lujosísima. En la carroza, con sus sedas, con sus púrpuras, con sus joyas, un Cardenal... San Carlos Borromeo.

San Felipe Neri, un poco escandalizado de tanto lujo, no pudo contenerse. Y venciendo su timidez, exclamó, increpando al Cardenal:

—¡Al cielo no se va en coche!...

San Carlos Borromeo hizo parar la carroza. Y preguntó:

—¿Por qué?
—Porque su ilustrísima va demasiado cómodo y es preciso sacrificarse...

San Carlos Borromeo sonrió con dulzura y dijo:

—Pues es lo que hago... Mira...

Se levantó del asiento. Y San Felipe Neri vio asombrado que del almohadón de seda, de encaje y de plumas salían unas púas de acero, que se clavaban en el buen Cardenal martirizándole...

Y cuando el curita alegre acababa de narrar su historia, reía más que nunca y se hacia fuerte en su teoría extraña y decía:

—Nunca hay que juzgar por 1os signos exteriores. No hay que fiarse. Yo también estoy seguro de que me iré al Cielo en coche...

Y ésta era su muletilla... ¡Qué bueno era el curita alegre! La última vez que le vi fue en Barcelona. En plena revolución roja. Estaba yo en un cuartelillo de la FAI, al que iban a inscribirse nuevos adeptos, ansiosos de poseer armas para sus crímenes. De pronto, paró un automóvil lujosísimo. Era un coche requisado de la mejor marca, nuevo, flamante, fantástico. Del fondo del mullido asiento, entre un erizo de fusiles, vi sonriente, contento, felicísimo, al curita alegre.

Me miró y me dijo alborozado:

—¿Ves? Me voy al Cielo en coche...

No pude contestarle. Oí una voz siniestra que ordenaba:

—Al Hotel Florida.

Y el lujosísimo automóvil desapareció raudo, como una centella. Yo pregunté:

—¿Qué pasa en el Hotel Florida?

Y me contestaron:

—Ahí se ejecutan las sentencias...

Y entonces deduje que en el Hotel Florida darían martirio al curita alegre. Y comprendí sus palabras últimas, su chiste postrero:

—¿Ves? Me voy al Cielo en coche...

No dudé... Y en el acto me encomendé ni curita alegre para que cuando llegara al Cielo, descendiendo de su magnifico coche, encontrara ya allí, esperándole, mis oraciones...


El Terror Rojo en Cataluña (Antonio Pérez de Olaguer, 1937)

I - Pórtico
II - Horda sacrílega
III - La fobia antimilitarista
IV - Gestas del vandalismo

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