por José Monllaó Panisello «Llaonet»
CAPÍTULO II
El Ejército, esperanza del Orden y de la Patria
Sólo una esperanza alimentaba nuestra ilusión de redención en el inmenso caos en que estábamos sumidos: el patriotismo y la bizarría de los militares españoles darían un día u otro al traste con tanta decadencia y vergüenza.
Los auténticos patriotas, los verdaderos amantes del orden y de España así lo esperábamos, y ansiosos estábamos de ponernos a su disposición y colaborar, con todos nuestros entusiasmos y con la ofrenda de nuestras propias vidas, a la loable empresa redentora de nuestros destinos.
Los antipatrias también así lo presumían, especialmente los elementos que estaban detentando el Poder, desde el momento que hacían objeto de los más infames vejámenes a los Jefes y Oficiales más dignísimos y competentes de nuestro glorioso Ejército. Traslados, ceses, detenciones, retiros, etc., etc., estuvieron a la orden del día para dar cumplimiento a la infame promesa del sádico Azaña de que no cejaría en su empeño hasta triturar totalmente a un Ejército ya esquilmado de sí, como el español, que no contaba más que con nueve mil Oficiales y cuarenta mil soldados para la defensa de una nacionalidad de veinticuatro millones de habitantes.
Y estas esperanzas del pueblo español depositadas en sus heroicos militares se hicieron más patentes después del gran latrocinio electoral de las elecciones del 16 de febrero de 1936 en que a pesar de haber sacado de las urnas las coaliciones derechistas 4.910.000 votos contra 4.497.000 los de los conglomerados del Frente Popular, los gobernantes judaico-masónicos, presididos por el funesto Portela Valladares, dieron validez a las actas de los candidatos del conglomerado revolucionario-soviético.
¡España está irremisiblemente perdida si no se levantan los militares! era el grito unánime de todo español honrado.
No negaremos que los hubo no pocos que hasta en los militares habían perdido la fe. No así los que sabíamos del valor y del patriotismo de los Franco, de los Sanjurjo, de los Fanjul, de los Mola, de los Martínez Anido, de los Cavalcanti, de los Orgaz, de los Millán Astray y los de tantos y tantos centenares que preferirían mil veces perder la vida que hacer traición al juramento que hicieron un día de defender la Bandera rojo y gualda y la Patria a la que hablan consagrado sus amores.
Y esperábamos que los acontecimientos habrían de surgir de un momento a otro. Nuestros pechos ardían en ansias de revuelta santa y salvadora. ¡Qué podía importarnos la vida si no disfrutábamos de libertad! ¡Qué nos podía importar nuestra existencia si estaban siendo hollados y vejados nuestros más caros sentimientos católicos y patriotas!
Pasaban, no obstante, los días, y ningún indicio nos señalaba de que la ansiada hora de liberación iba a producirse. Pero de boca en boca, corría ya un nombre, la designación de un Caudillo: FRANCO era la esperanza de todos. No hay duda que los conjurados para la salvación de España supieron acertar con el Triunfador. Pocos como el joven general habían dado durante toda su vida militar tantas pruebas de virtud, de competencia, de capacidad, de valor, de prudencia y de amor a los ideales de Religión y Patria. Con él España entera —y al nombrar a España designamos a los hijos que de verdad la sienten, la estiman y la defienden, no con palabrería huera y vana, sino con hechos—se sintió esperanzada y fortalecida e hizo juramento de seguirle en la arriesgada cual magnífica empresa de rescatar la libertad y el 'honor de nuestra Patria. Y que el pueblo estimó justa la designación y que aceptó con agrado su Caudillaje bien lo demostró en el transcurso de la gloriosa cual larga Cruzada, en la que docenas de miles de jóvenes requetés, falangistas y soldados, murieron en los campos de batalla satisfechos de haber sido mandados y guiados por Capitán tan excelso.
Tomás Caylá |
No tardó el cronista en tener confirmación de estos rumores de que la gloriosa estirpe de los militares españoles dirigidos por el general Franco se preparaban para derribar el tinglado político que nos deshonraba y expulsar a los farsantes que nos esquilmaban y envilecían desde las poltronas que inmerecidamente ocupaban. Nuestro lloradísimo Jefe Regional Tradicionalista D. Tomás Caylá, vilmente asesinado en Valls, su pueblo natal, por las hordas marxistas, nos dió la orden de atención a mediados del mes de mayo de 1936. Falangistas y Requetés, con otros elementos de valía del país, estaban de acuerdo con lo más florido y aguerrido del Ejército para salvar a España. Nuestro pecho fué invadido de un gozo sin límites. ¡Por fin saldríamos de tanto vilipendio, vergüenza y esclavitud!
Pocos días después, otro buen amigo, D. José Nofre Jesús, ex Gobernador civil de Castellón y de Canarias —de este último Gobierno civil había cesado hacía pocos días— nos ponía igualmente en antecedentes de lo que se preparaba. Nos habló de los generales Balmes y Fanjul y de otros dignísimos militares con quienes había convivido y relacionado durante su mandato en las Palmas.
A medida que transcurrían los días nos imponíamos más de la marcha de los acontecimientos y de la certeza de que esta vez la cosa estaba mucho mejor preparada que el patriótico levantamiento del 10 de agosto de 1932.
Pero —y creemos que no estando aún ultimados todos los detalles y pormenores para el mejor triunfo del levantamiento—vino el vil e infame asesinato del insigne estadista D. José Calvo Sotelo el 13 de julio de 1936. Y este criminal hecho adelantó seguramente los acontecimientos.
Al asesinato del glorioso estadista, indudablemente seguiría el de otros hombres beneméritos y meritísimos.
Y el Ejército y las Organizaciones que se habían unido a él para redimir a España no podían aguardar a más. España estaba apurando el cáliz de la amargura. Debía evitarse, costare lo que costare, que se continuara derramando estérilmente la sangre de sus mejores...
Los bárbaros en Tortosa: 1936-39 (José Monllaó Panisello, 1942)
I - El dolor de España
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